La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Uno de los vicios más arraigados (y chocantes) entre los usuarios de redes sociales es reproducir –como imbéciles– hechos evidentes.

Que si Peña Nieto se equivocó de nuevo y enseñó la “nude” de una tipa en su celular, ahí van todos a decir: “Peña Nieto la vuelve a cagar”.

Que si la Selección metió un gol (raro), o más bien si le metieron el gol a la Selección (siempre), los hinchas corren a escribir en su muro “Gol-gooooool”. Como si fuera, ¡ay!,  una auténtica  primicia.

Supongo que de esta actividad nacieron después los memes, que se repiten y se repiten hasta la ignominia.

Éstas manifestaciones masivas de obviedad crean ese otro fenómeno llamado viralización.

La sed de protagonismo nos seduce y no vemos con claridad lo absurdos que somos en estos casos, ya que esa sed solo se sacia cuando se escupe lo que pretendemos comunicar, que no es otra cosa que un hecho evidente y no algo único.

Lo sabroso del chismorreo es precisamente el factor sorpresa: poseer y lanzar una noticia (de preferencia maliciosa) que genere estupor en un sujeto menos informado.

Que haya un sismo y que todos nos demos cuenta no es novedad, entonces, ¿por qué insistir en reafirmar nuestras taras intrínsecas escribiendo en los muros de Facebook: “¡está temblando!”?

Sólo los muy borrachos o los que están dormidos o los que van en el carro o los bebés, pueden decir (con sinceridad) que no sintieron un temblor de 8.2 grados. ¡De 8.2!

¡Qué mal le han hecho las redes sociales al sentido común y a la así llamada “cultura de la prevención”!

¿Cuántos adictos al ridículo se pusieron a tuitear o a postear en Facebook que estaba temblando en vez de guarecerse en un lugar seguro?

Quienes publican en tiempo real, “Está temblandooooo”, no lo hacen por aquello que Ibargüengoitia calificaba como “espíritu scout”, sino por una suerte de exhibición más bien pueril, ¿o será por pura y dura soledad?

Una vez que pasa el temblor es válido comentar nuestras impresiones, si esas impresiones van más allá de los típicos lugares comunes.

Si todos sabemos que tembló, lo único que se espera en la resaca de ese trance es, por lo menos, alguna buena historia. Pero las redes nos han atrofiado la imaginación…

Otra aberración virtual es pasárselo mandando bendiciones a las posibles víctimas.

Si hay algo seguro, eso es que las víctimas están ocupadas plenamente en cómo arreglar su calamitosa situación. Dudo mucho que las personas afectadas tengan ánimos de estar recibiendo “bendiciones” un millar de cretinos sin autoridad moral que sólo por su gran ocio y hambre de protagonismo se ponen dizque a rezar –desde su cómoda poltrona mientras tragan palomitas– por los que sufren

¿No sería más útil levantarse e ir a ayudar? ¿No sería menos falso hacer una transferencia de dinero a las víctimas?

La noche del temblor, mi madre bajó a ver a su madre, es decir, a mi abuela.

La tierra aún se movía cuando mamá abrió la puerta del 310-A, y la ancianita de 87 años se negó a abandonar su cama porque estaba en trance rezando una oración de lo más escalofriante en la que el devoto pide al “Señor” que calme su ira y contenga la hecatombe.

Mi abuela siempre se ha echado ese fervorín cuando comienzan los temblores anteponiendo el rezo a su propia seguridad; es decir, ella, mi abuela, pide a Dios que baje su gran dedo índice y ponga en su sitio las placas tectónicas (cosa que nunca ha conseguido, según las estadísticas).

Esa plegaria de la abuela es una plegaria egoísta, aunque mucho más honesta que los “Pray for… “ de los “Bendecidores profesionales” que circundan las redes.

Al menos mi abuela no anda de hipócrita pidiendo por la  humanidad entera. Ella reza esencialmente para salvar su pellejo y nada más.

Y es que a ella, a mi abuela,  ya no le tocó ser miembro de Facebook. No conoce el ni el tren del mame ni la solidaridad digital.

Sólo sabe algo del temor y el temblor…  y eso que jamás leyó al tal Kierkegaard.

 

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