La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Diez para las once de la mañana. Suena la molesta alerta de la aplicación Sky Alert en el celular de mi marido, y dice: “sismo violento”. Entonces añado: “Ha de ser una alerta hechiza para el gran simulacro que se lleva a cabo año con año en esta fecha”. Acto seguido me meto a bañar y continúo con mis actividades normales.
Mientras escribo mi columna para mañana, me torturo oyendo el programa de Fernanda Familiar. Habla, precisamente, sobre el temblor de 1985. Da consejos para actuar rápidamente en caso de sismo, etcétera.
Es una mañana normal. Después de semanas grises, hoy, al fin, es un día soleado…
A las 13:15 la historia cambió, como cambia siempre: sorprendiéndonos, devastándonos.
Ahora son exactamente las 19:30 horas y en México hay 150 personas menos que en la mañana.
¿Creen en el eterno retorno?
Yo sí.
32 años después, el ciclo se repite con precisión quirúrgica. Estamos viviendo el pasado, con una diferencia de horas. Vemos las mismas escenas de devastación. Quizás a menor escala (gracias a las tecnologías de uso de suelo y a la eficacia de las redes sociales en estos casos). Esta vez es más sencillo encontrar a los atrapados, pero quien queda atrapado vive el mismo infierno mientras los que quedaron fuera padecen las mismas crisis, con una agravante: la persistencia de la memoria.
El movimiento de las capas tectónicas es imprevisible. Uno puede pensar que, al haber pasado hace unos días por un fenómeno de tales magnitudes como el que se dio en Chiapas, los días y las semanas y los meses siguientes serán más tranquilos.
Uno está atento ante la inminencia de las réplicas que suelen ser más leves. De hecho, gracias a los informes del servicio sismológico, sabemos que después del 7 de septiembre se han presentado más de 3000 réplicas que, afortunadamente, no hemos sentido. Sin embargo, no hay nada más caprichoso que la furia de la naturaleza, y ahí sí, como decía David Bowie, no hay nada más que hacer.
A mediodía sentimos más que un sismo. Sentimos de la tierra el grito. Una improvisación entrópica de música concreta. Tañidos de campanas presintiendo el juicio. El horrísono trueno que no conceptualizamos del todo cuando se le canta a la patria. Un escándalo de hinchas brasileños queriendo dar portazo en el estadio.
Una brisa metálica de candiles adormilados. Cuando la tierra despierta, lo hace como una doncella hambrienta después de un prolongado sueño inducido. El ser humano se reduce a su mínima expresión. Los hombres y las mujeres pierden su estatura normal y ahora son hombres y mujeres “a escala” que van dando tumbos como figurillas famélicas en una maqueta que el estudiante de arquitectura desploma del restirador.
Los perros aúllan recordando que una vez, en un tiempo mejor, fueron lobos. Los árboles danzan un ritmo delirante y sincopado. Las mudas gritan su silencio al ser sordo que desde siempre las ha abandonado. Los cables son cuerdas de contrabajo a punto de reventarse, y aportan graves oscilantes a la gran sinfonía del fin de los tiempos. Son minutos eternos, fuera de toda concepción del tiempo.
Luego, las ruinas.
Los que ya habitábamos el mundo en 1985, hoy tuvimos un cruel dèjá vu.
La tierra algo sabe de ironías…
