Por: Mario Galeana / @MarioGaleana_ 
Fotos: Ramón Sienra / Agencia Es Imagen 

Manuela de León no dudó demasia­do al elegir el nombre de su segun­da hija, aunque nadie sabe por qué tomó un nombre tan distinto al de todos en el pueblo.

La llamó Elideth.

Cuando la bebé llegó al mes y me­dio de nacida, Manuela e Ismael Torres Escamilla, su padre, decidie­ron presentarla ante Dios. Manuela e Ismael estaban en sus veinte. Ella era una mujer dedicada al cuida­do de su casa y él era campesino, al igual que muchos hombres en el municipio de Atzala.

Para el bautizo de Elideth, los padres prepararon una misa sen­cilla el mediodía del martes 19 de septiembre en la iglesia más linda y más antigua del pueblo: la de San­tiago Apóstol, un templo de color amarillo claro, construido en aquel rincón de la Mixteca de Puebla durante el siglo XVI.

A la celebración sólo llegaron otras 12 personas, pues aunque ha­bían invitado a una docena más, la hora y el día de la misa no empataba con el tiempo libre de nadie. Casi todos habían prometido, en cam­bio, alcanzarlos en la comida que sucede a cada misa: un festín libre de padrenuestros.

Manuela e Ismael eligieron como padrinos de su hija a la familia que vivía frente a su casa: a Susana Vi­llanueva y a Florencio Flores, pa­dres de Azucena y Samuel, dos niñi­tos que faltaron al preescolar aquel día y quienes jugueteaban bajo el dintel de la iglesia antes de que la misa iniciara. Feliciana y Aurelia, madre y hermana de Azucena, tam­bién estaban allí.

Jacinto Roldán Capestrán, regi­dor de Gobernación del municipio de Chietla –a unos 15 minutos de Atzala en automóvil–, era cercano a la familia; tanto, que aquella tar­de estaba en la iglesia de Santiago Apóstol, junto a otras dos mujeres: Aurelia y Carmen.

Las campanas repicaron a la una de la tarde del 19 de septiembre, anunciando el comienzo de la misa. El padre Ernesto, su capellán y otro ministro religioso estaban en el al­tar de la iglesia. Habían preparado la pila bautismal para Elideth y re­pasaban los últimos detalles de la ceremonia.

Pero todo duró muy poco, porque exactamente a las 13:14 horas de aquel martes un sismo con epicentro en los límites de Morelos y Puebla cambió la historia del país.

El cura Ernesto intentó decirle a todos que salieran, pero fue en vano: un segundo después el techo de la iglesia había colapsado por encima de todos los invitados al bautizo de Elideth.

Los tres religiosos lograron salir por la puerta trasera, y no fue nece­sario advertirle a nadie en el pueblo porque el estruendo de las ruinas fue tal que minutos después había dos docenas de brazos y manos rascando aquí, enterrando las uñas por allá, escuchando un quejido leve que die­ra indicios de vida, abriéndose paso entre montañas de roca, y de poco a poco fue asomándose un brazo, des­pués una cabeza y al final un rostro, un cuerpo entero.

Era Ismael.

•••

Crescencio López sabía que al me­diodía del 19 de septiembre su nieta más pequeña sería bautizada en la iglesia de Santiago Apóstol, pero le dijo a Ismael, su hijo, que perder una tarde de trabajo era imposible.

Albañil de oficio, a Crescencio lo alcanzó el temblor en una construc­ción que se alzaba en una comuni­dad cercana de Atzala. Cuando el rugido de la tierra cesó, Crescencio corrió a la escuela donde estudian los cuatro hijos de su segundo matri­monio y los llevó hasta su casa, pero antes de llamar a la puerta su mujer lo paró en seco.

—¡La iglesia, Crescencio! ¡Se cayó la iglesia!

Una punzada de dolor le pasó por el pecho, y Crescencio corrió por las calles de Atzala alzando la vista, buscando con la mirada el templo religioso, pero lo único que alcanzó a ver fue la mitad de una de las torres.

La iglesia estaba hundida entre una nube de polvo y sin saber bien quién estaba a su lado, Crescencio comenzó a cavar, y cavar, y cavar, y cuando escuchó los gritos que antecedieron al primer rescate co­rrió desaforado para identificar quién era.

—Era Ismael. Fue el primero al que encontramos. Se lo llevaron, pero está muy grave. Me acaban de decir que está en el hospital “Rafael Moreno Valle” y que quieren que vaya a verlo. Pero cómo voy a dejar a su esposa y a sus hijitas así.

Y cuando dice “así”, Crescencio estira las manos y señala hacia los tres ataúdes, que están ubicados en fila junto a otros ocho, a mitad de la calle donde vivían su hijo y su nuera.

El aire caliente de la Mixteca se pega a la piel y alrededor de la calle alguien hace dulce o ponche de gua­yaba, porque el olor llega hasta don­de unas 40 personas rezan rodeando los ataúdes.

Un cura joven, de túnica blanca, reza en voz alta y cierra los ojos cada vez que invoca un canto religioso.

Crescencio y yo estamos en el primer cuarto de la casa de Ismael y Manuela; me dice que no puede dejar a sus nietas y nuera solas; que su hijo está muy grave en alguna sala de hospital, que no ha dormido una sola hora desde el día anterior y me repite que aunque quiera ir a ver a su primogénito, algo muy dentro le dice que tiene que estar aquí, de pie, junto a los tres ataúdes.

Cuando la misa termina, una mujer que nadie conoce se acerca al pequeño ataúd blanco de Elideth y pide que todos hagan y repitan lo mismo que ella.

—O a lo que ustedes les nazca. Yo quiero decirte, Elideth, que aunque no te conocí te agradezco hacerme ver que la vida estuvo presente — termina, y el mensaje conmueve a varios, quienes se paran y toman flores rojas que ponen sobre los 11 ataúdes.

Los féretros tienen pegados con cinta adhesiva los nombres de las víctimas. La gente que no reza cuenta entre sí que una mujer más está muy grave y que el regidor de Chietla y una mujer más son velados en aquel municipio.

Las fotografías de la iglesia derrui­da de Santiago Apóstol circularon desde la tarde del martes 19 de sep­tiembre y por eso hay tantas camio­netas que llegan de rato en rato con víveres que son depositados en el au­ditorio municipal, donde unas dos docenas de mujeres cocinan para todo el que se acerque arroz, salsa de chicharrón y frijoles.

Atzala está lleno de gente que ha­bría podido pasar toda la vida sin pensar que existía, siquiera, un lugar llamado Atzala. Los alrededores de la iglesia están llenos de muchachas rubias, de tez clara, que toman fo­tografías y miran a todos lados con extrañeza y dolor, casi como estu­vieran en el fin del mundo. O Marte.

También llega una ola de políticos priistas que reparte sándwiches cer­ca de la Presidencia Municipal, pero desaparecen pronto.

Por la tarde, en tres zanjas grandes cavadas en el panteón municipal, los 11 féretros de Atzala son deposita­dos y cubiertos por tierra.

Y todos sabrán por años que en aquel lugar reposan los muertos de la peor catástrofe del pueblo.

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