El techo del templo de Atzala sucumbió mientras se oficiaba el sacramento del bautismo; tras el temblor de 7.1 grados una cadena humana trabaja en el rescate de los cuerpos, se cuentan 11 muertos

Por Mario Galeana/Enviado
Fotos José Castañares

La noche llana entra por la iglesia de Santiago Apóstol, en Atzala, donde unos 50 hombres de la Mixteca poblana acarrean escombro, clavos y rocas.

De las ruinas del templo han sacado ya los cuerpos de 11 personas, pero nadie tiene certeza de cuántos cadáveres más serán encontrados.

Pasan de las 20 horas de un martes 19 de septiembre y por las cabezas de todos se extiende el cielo oscuro sin estrellas; la iglesia se ha quedado sin techo. Sólo queda la bóveda del altar y el coro superior de la entrada, pero vacilan cada tanto y, por eso mismo, una ligera réplica del sismo registrado pasado el mediodía sería fatal.

Todos lo saben y, quizá para no pensar en ello, beben cervezas Victoria. En una mano llevan las cubetas con escombro, en la otra la botella. Algunos optan por el agua que un joven de unos 17 años reparte rápidamente y desaparece.

Al frente de todos ellos, un rescatista de la Cruz Roja nota que son demasiados, que el riesgo es demasiado. Está parado sobre un montículo de tierra y alza la voz, pero sus indicaciones se pierden entre el barullo del resto.

—Faltan tres.... bueno, no sabemos ni siquiera cuántas personas faltan. O sacamos tres o sacamos 40. Ustedes deciden, señores. Las vidas de las personas que están aquí valen mucho, tanto como los cuerpos de las personas que lamentablemente quedaron...

—¡Por favor, ayúdenos! —dice un hombre con la playera cubierta de tierra, pero el grito se ahoga.

—A todos nos esperan en nuestras casas —continúa el rescatista—. Mi sugerencia es que salgamos, que esté seguro esto. Hay que sacar escombro, pero el punto es que estamos jugándole a la ruleta rusa. Se va a caer esto, ¿están de acuerdo? Acordonamos la zona y que nadie venga, si me echan la mano.

Pero de pronto la multitud se desespera y todos hablan a la vez. El mismo hombre que pidió ayuda segundos atrás ahora hace señas con la mano izquierda —la mano donde no lleva la cerveza— y le dice al rescatista que los deje trabajar. Y al resto les dice que se sosieguen, que ya no griten.

Salgo de todo el caos porque estar allí, dentro de aquella efigie derruida, me parece demasiado. Pero no olvido las dos frases que cuelgan sobre el altar de la iglesia destrozada: “El señor es comprensivo y misericordioso”. Y: “¿Cuántas veces tengo que perdonar, hasta siete veces?”

  • ••

Las campanas de la iglesia de Santiago Apóstol repicaban en Atzala. Hacía calor, mucho calor, y ante el atrio del templo un niño y su familia se acicalaban para el bautizo.

Con ellos estaba el padrino de la ceremonia, Jacinto Roldán Capestrán, quien era también regidor de Gobernación de Chietla, municipio que está a unos 4.5 kilómetros de Atzala.

La misa se oficiaba como tantas otras, hasta que a las 13:14 horas un sismo de 7.1 grados cambió el curso de la historia. El techo cayó sobre todos ellos, y es aquí donde las versiones del pueblo se contraponen unas a otras.

Al atardecer, cuando ya unos 300 pobladores rodean el templo hecho ruinas, algunos dicen que en la misa había sólo 15 personas. Cuando se lo pregunto a una mujer menuda, sentada junto a su hijo pequeño, me dice que eso no puede ser posible.

—Era toda una familia, pero yo digo que son más, son como 25 o 30. Había niñitos chiquitos también, no sólo el niño de bautizo. Eran como cuatro chamaquitos —me comenta, muy segura. Su hijo alza la vista hacia mí y me mira con miedo.

El presidente municipal, Alberto Ramos Morán, tampoco lo sabe. Está en una esquina dando órdenes a todos, cuando me acerco a él. Estrecha sin fuerza mi mano y lo único que puede decirme es que allí, entre los escombros, posiblemente quedan muchos.

La gente que atesta los alrededores del templo proviene de distintos pueblos de la Mixteca. Casi todos llegan después de haber limpiado escombro en alguna otra casa o iglesia y por eso tienen los rostros cansados y los brazos llenos de tierra.

—Allá, en el pueblo, la imagen de San Miguel se dañó toda —le dice un hombres.

—¿En serio? —pregunta, afligido.

—En serio.

La fachada de la iglesia es desoladora. No queda en pie una sola torre, y sólo un pequeño foco en la entrada titila. La gente hace largas cadenas para pasarse entre sí las cubetas llenas de escombro, que son devueltas por eslabones humanos hasta el interior del templo.

Cuando alzo la vista noto que estar allí, afuera, es también un riesgo de muerte. El soporte de una columna que se partió por la mitad parece endeble y todos los muros de la iglesia tienen grietas. Hay por doquier niños y mujeres que platican entre sí, y cada tanto llegan camionetas con más personas.

Una sola imagen de la iglesia de Santiago Apóstol quedó intacta: es un ángel con una túnica azul cielo que mira hacia el frente, y que hasta el sismo de ayer parecía ser también un confesionario. El ángel está ahí, al costado derecho de la barda que rodea al templo, perdido entre la muchedumbre.

***

La noche llega rápido a Atzala, y las 13 flamas de las velas prendidas alrededor de los 11 cuerpos se balancean con el aire caliente de la Mixteca poblana.

Los cadáveres están cubiertos con mantas blancas, pero la tela no alcanza a cubrir los pies polvorientos de algunos. Cuento al menos tres siluetas chiquitas: las figuras muertas de los niños.

Alrededor de los cuerpos hay unas 30 personas, pero posiblemente ninguno de ellos sea familiar de los difuntos, pues nadie llora. Hay dos policías sentados frente a la hilera de cadáveres y parecen anotar datos en una libreta, pero cuando pregunto entre la gente si se conoce la identidad de las personas fallecidas, todos dicen que aún no la saben.

Los cuerpos están acomodados en la esquina de la valla de la iglesia, y a lo lejos la luz del templo simula una hoguera a punto de extinguirse. Cuando dos fotógrafos intentan capturar los cuerpos rendidos sobre el suelo, un hombre de unos 60 años planta cara y les grita que si no tienen respeto por nada.

Ellos, cámara en mano, huelen el aliento alcoholizado del hombre y deciden que –al menos ahora– es mejor olvidar la fotografía.

Un policía ministerial se acerca a ellos y les dice:

—Miren, mejor váyanse, porque la gente de aquí está muy caliente...

Dejamos atrás las ruinas y andamos entre las sombras de cientos de personas. Camino a casa, la carretera que va a Atzala se llena de sirenas y luces policiacas.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *