La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Abrirle a alguien las puertas de tu casa es un asunto complicado. Por lo menos yo cuido muy bien a quién invito a casa por una suerte de precaución. El tiempo y las malas experiencias me han dotado de clarividencia en estos temas. No invito a mi casa a gente nueva, es decir, a extraños que conocí el día anterior en una fiesta. ¿Para qué arriesgarse a que te salga un delincuente o a que el invitado traiga malas vibras? La envidia es cabrona, pienso, y si el envidioso es astuto se disfraza de sutilezas.

Ahora que monté mi ofrenda de muertos, pensé que también es importante seleccionar a qué muertos invitas al festín, y aunque estoy segura de que no hay otra vida, me hace ilusión poner un altar lleno de flores e incienso, no pensando que en realidad mis difuntos vendrán de visita, más bien pongo el altar como un homenaje a esas personas que ya no están, pero que en vida me dieron momentos de alegría. Es por eso que la selección del homenajeado es un asunto serio. Por ejemplo, jamás le levantaría un altar a alguna tía que acaba de morir y que en vida me parecía repulsiva. Por más que la tradición y la familia te obligue a recordar, sobre todo a los muertos más frescos, no le abriría la puerta de mi casa a un muerto que fue despreciable en vida, pues soy de la firme convicción de que la muerte no cambia a las personas, es decir, no cambia la esencia abyecta del difunto.

Los que sí suelen cambiar son los vivos, y lo hacen generalmente por culpa, es decir, cuando “A” acaba de morir, “B” se queda sorprendido y se conmueve aun cuando “A” era posiblemente una escoria a la que “B” jamás soportó, sin embargo, la muerte obra el falso milagro de exentar de errores y atrocidades a “A” por el simple hecho de que acaba de morir, y la muerte es, por desconocida, temible. Por eso “B” entra en crisis y no sabe cómo reaccionar y reacciona de la manera más simplista e hipócrita respecto al muerto, respecto a “A”, que como ya no puede defenderse, es perdonado y hasta idealizado por los demás, en este caso por “B”… cuando la verdad es que “B” detestaba a “A” y jamás lo invitó a su casa ni lo quería cerca de su vida, cosa que cambia con la muerte, pues es clásico que los tipos como “B” vayan al funeral de tipos como “A” y hasta ese echen un fervorín y unas cuantas lagrimitas, lo que convierte al espectáculo de la muerte en un espectáculo hipócrita y patético, pienso. Eso meditaba mientras montaba mi ofrenda. Pensaba que yo jamás podré conmoverme por la muerte de alguien a quien en vida consideraba ruin, lo que puede parecerle ruin –por mi parte– a los demás, sin embargo así pienso y siento.

Tal vez estoy mal y soy una mala persona, pero soy una mala persona ya hecha y no hay manera de cambiarlo. Recuerdo que hubo un año en el que no se me ocurría a quién ponerle ofrenda, pues justo en ese año no hubo bajas que me dolieran, aunque un tío había estirado la pata meses antes de noviembre, pero de ninguna manera, pensé, iba a montarle un altar y prenderle incienso a un personaje que sólo trajo calamidades a mi familia. Si nunca lo invité a mi casa vivo porque así vivo me parecía el ser vivo más nefasto del mundo, mucho menos iba a invitarlo a entrar a mi casa ahora que era un cadáver.

Y si estuviera equivocada y los muertos si van a otro mundo, no creía que fuera buena idea invitar a ese espíritu pervertido a mi altar; en primera porque vivo me caía en la punta del hígado, y en segunda porque, si su espíritu hubiera trascendido o simplemente estuviese vagando por las tinieblas, seguramente sería un mal espíritu como fue un mal tipo en vida, pues repito: yo no creo que la muerte redima a nadie. Los muertos, si continúan viviendo en otro estadio más allá de este plano de existencia, seguro son idénticos a cuando vivieron. Idénticos o tal vez perfeccionen su maldad o su benevolencia, pensé. Porque claro que tengo muertos queridísimos. Muertos que me duelen. Muertos que para mi gusto no deberían estar muertos y que la muerte no ha podido arrancarlos de mi vida. Hablo de la clase de muertos a los que les monto su ofrenda cada año en casa. Muertos afables.

Muertos amigos que por más que estén muertos no dejo de admirar y querer, pues así como a los muertos nefastos no les lloro ni por error y tampoco los corono de un falso halo de beatitud, asimismo están mis muertos entrañables con quienes no converso porque parecería loca, pero sí los pienso y los recuerdo con el mayor de los placeres.

Mis muertos no entrarán en forma fantasmagórica siguiendo el olor a incienso o en busca de su trago favorito o su mole o su pipián, pero serán recordados. Les pondré su música y conversaré con ellos en el más discreto de los silencios sobre los asuntos que nos gustaba tratar cuando estaban vivos. En años anteriores mis ofrendas fueron dedicadas a mis personajes favoritos. No familiares, puesto que soy de una familia enfermizamente longeva y no me gusta repetir personajes. Mi único familiar muerto que recibo en casa con cariño es a mi abuelo Carlos, porque fue un vivo muy vivo y muy amoroso a quien, de vivo, gocé enormemente y disfruté que viniera a casa a fumarse todos mis cigarros y a comerse todos mis dulces. Mi abuelo es el único familiar muerto que invito no sólo en día de muertos, sino casi todo el año, pues hablo de él y con él. No así mis otros familiares muertos con quienes no empaté en vida y mucho menos en muerte. De ahí que cada año ponga una ofrenda a un personaje inolvidable y ajeno: un músico, un escritor, un actor.

Esos personajes que por no haberlos conocido personalmente me simpatizan sobremanera, pienso, ya que de haberlos conocido, de haber traspasado la barrera de la idealización y la idolatría, seguramente serían muertos indeseables, como algunos muertos familiares indeseables. Imagino, mientras pongo la flor de muertos y las hojaldras, que de conocer en vida a mis ídolos hubieran dejado de serlo muy pronto. Me quedo mejor con sus libros, con sus películas y sus canciones. Es lo maravilloso del arte, pienso, pues, como decía Da Vinci, la belleza perece en la vida, no en el arte. Y tenía razón. Yo puedo ponerle una ofrenda a Bernhard a Nietzsche o a Papini porque son mis héroes literarios. Tengo lo mejor de ellos, que es su obra. Esos muertos no pasaron por la prueba del ácido que es el reconocimiento cara a cara, pienso, y por eso son mis amores y los dejo entrar a casa a beber coñac aunque sea metafóricamente. Dejo que invadan mi mundo mediante sus obras.

El año que murió Syd Barrett fue el primer año que monté un altar de muerto y fue regocijante disponer las cosas amadas del muerto sobre la mesa, placentero y divertido colocar, por ejemplo, fotos del difunto y las así llamadas cosas favoritas. A Syd le puse alcohol, gomitas de anís y hasta un papel impregnado con LSD que conseguí con uno amigo drogón, y durante toda la noche eché a andar la selección de música que más le gustaba: mucho blues y hasta al infumable de Bob Dylan, así como sonaron sus propias canciones demenciales. A partir de entonces, pensé, se me hizo la costumbre montar ese tipo de ofrendas estrafalarias. Este año mi ofrenda ha quedado maravillosa porque está dedicada a una amiga queridísima que murió hace poco. Ella es mi invitada permanente, no sólo ahora que tristemente ya no la puedo ver, sino una amiga a la que más que abrirle mi casa, le abrí mi corazón. Nunca pensé que este noviembre mi altar fuera dedicárselo a ella, a Enoé. Se fue precipitadamente y quienes la amamos aún no asimilamos del todo su partida. Con esta ofrenda tengo sentimientos encontrados: me gustó poner las cosas favoritas de mi amiga porque de una u otra manera la siento acá, pero por otro lado es triste sólo ver su risa en una fotografía. Sé que mi amiga ha muerto y por primera vez quisiera creer que en realidad anda habitando otro mundo, aunque me cuesta trabajo romper con años de escepticismo. Sin embargo, hago una concesión porque la amo y quisiera que de verdad llegara por ese camino de flores que va de la puerta al altar.

Ella es mi muerta favorita porque ella fue, en vida, mi viva favorita, y así como digo que los muertos no cambian para bien con la muerte, así también estoy convencida que nuestros muertos buenos siguen siendo buenos más allá del tiempo. Ella me dio momentos de felicidad en vida, y hoy al verla en mi altar, me da un momento único de felicidad en muerte, desde la muerte. La muerte no separa a los hombres como dicen los curas cuando uno se echa el lazo al cuello. La muerte realmente es la unión más poderosa entre los hombres, la prueba máxima de amor y fidelidad que persiste gracias a la memoria.

 

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