La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Como cada vez que visito una tienda departamental, paré en el área de plumas y relojes. Siempre me detengo a ver las plumas –más que los relojes– pues prefiero escribir que llegar temprano o saber cómo es que pasa el tiempo. Así que me detuve frente al aparador de Montblanc para mirar las novedades. Cuando visito el departamento de plumas, todas se me antojan, pero luego veo mi cartera y me topo con la realidad. El que escribe, desgraciadamente, pocas veces puede tener una pluma así, pensé. ¡Qué mente infernal mandó a hacer esas plumas! Plumas que pueden usar y comprar los funcionarios, los magnates, los políticos, los lavadores de dinero, los bandidos de cuello blanco, pero no las pueden ni comprar ni usar quienes de verdad serían felices comprándolas y utilizándolas: los escritores. ¡Qué mala jugada! ¡Qué broma tan cruel! Y recordé al personaje que mandó a diseñar esas plumas. Una mente siniestra, sin duda. Pero más astuto y siniestro fue el propio diseñador de la primera Montblanc, pensé. Pues el ser abyecto y caprichoso que mandó a diseñar esas bellas plumas fue El Führer. Ese enano acomplejado que también mandó a diseñar los trajes más hermosos y elegantemente negros para su panda de asesinos con un sastre que hoy todo mundo conoce y alaba, un tal Hugo Boss, pensé. Y al igual que esas plumas maravillosas, los trajes negros del señor Boss son incomprables para el ciudadano promedio. Las plumas Montblanc son incomprables para los escritores, como los trajes Hugo Boss son incomprables para los oficinistas, esos que tienen que llevar traje por la fuerza a sus jornadas de trabajo. Sólo una mente macabra y ruin como la de Hitler pudo haber tenido la mala leche necesaria para jugar esas bromas. Sin embargo, la broma pesada que el diseñador de la primera Montblanc hizo bien en hacerle al Führer, se merece un aplauso de pie, ya que cuando Hitler tuvo en sus manos la primera pluma Montblanc, quedó fascinado por la belleza de el artefacto, que más que artefacto era una pieza de arte. Una pieza artística y no artesanal. Lo increíble de este hecho fue que el mago que cumplió su capricho era un judío, cosa que Hitler ignoró hasta tiempo después, como también ignoró que el sello de la casa no era una alegoría de las puntas nevadas del Monte Blanco, sino la célebre Estrella de David, sólo que redondeada de los picos. Eso Hitler no lo supo cuando tuvo la primera pluma en sus manos. La tomó, se la acercó al rostros, se retiró sus lentecillos ridículos para admirar su perfección y casi casi pidió un “hip-hip-hurra” por el genio que había materializado sus sueños. Ésa es la verdad. Hitler, en el fondo era un tipo fácil de engañar. Los tipos narcisistas y megalómanos son fáciles de engañar porque su narcicismo y su megalomanía los excita a tal grado que son incapaces de ver más allá de sus narices. Ésa es la verdad. Entonces, pensé parada frente al aparador de Montblanc, que otra forma de comprobar que la vida es injusta es ésa precisamente: ver cómo los objetos que cada oficio requiere están fuera del alcance del interesado en aquellos objetos. Un escritor o un aspirante a escritor necesita dejar de comer un mes para poder tener en sus manos una de esas plumas. Y los que pueden comprarse una o hacerse de una colección de esas plumas se las pagan, ¡oh, qué ironía!, con dinero que sale de otros lados, no de sus trabajos como escritores. Se las compran con dinero que viene de puestos burocráticos o del periodismo o del medio de la publicidad. Las regalías que un escritor promedio recibe por su obra van destinadas a la sobrevivencia, no a los lujos, y una Montblanc es un lujo, sin lugar a dudas. ¡Qué triste!, pensé mientras se me acercaba el dependiente del departamento de plumas; he visto cómo a los políticos y a los empresarios y a cada mentecato le llegan no una, sino varias plumas de esas cuando es navidad. Les llegan las plumas muy bien envueltas, las abren (no ellos, sino sus secretarias), las miran, las destapan, rayonean sus espantosos nombres, firman algún cheque y luego las abandonan en un cajón para nunca más usarlas. Todo esto, mientras un escritor modesto, con muchas ganas de escribir, saca de su bolsillo de la camisa un bolígrafo Bic y firma y dedica sus libros con esas plumas que sólo deberían usar los secundaristas. ¿Cuántas veces he sido testigo de cómo un autor importante se queda a la mitad de su firma y su dedicatoria porque simplemente Bic sí sabe fallar?, pensé. Entonces pasaba revista a los nuevos modelos de Montblanc y dos captaron mi atención: la edición especial Tolstoi y la edición especial Marilyn Monroe. De las dos me enamoré y con las dos fantasee por un momento, hasta que el dependiente llegó a hincarme el diente y fue tan cruel y despiadado que no las dejó dentro de la vitrina, sino que las sacó y las puso a mi disposición en un paño negro que resaltaba su belleza. Yo siempre platico con los dependientes de las tiendas. No sé, me gusta saber qué modelo vende más y si es posible, me gusta que me cuenten qué clase de personas vienen y se llevan esas plumas o esos relojes, y por lo general los dependientes son amables, pero sobre todo, chismosos. Bien chismosos. Tan chismosos que casi casi te dan santo y seña los compradores. Te dan santo y seña si tú, como interlocutor curioso, sabes sacarles esa información, ésa es la verdad. Tomé la Marilyn y la olí. Siempre huelo todo lo que me gustaría comprar porque en mi caso del olor nace el amor. Me gusta a qué huele lo nuevo. La olía y al mismo tiempo le preguntaba sobre las ventas de esas plumas, ¿quiénes son sus clientes frecuentes?, le pregunté, y por supuesto que me dijo que sus clientes más frecuentes eran los políticos y los empresarios, y que muchas veces, la mayoría de las veces, mandan a sus secretarios a comprar las plumas, pues, por lo general, son para regalos. Para “compromisos”, como dicen ellos. Lo que quiere decir que esos vivales no se toman ni la molestia de escoger el regalo, más bien mandan a un propio sin el menor gusto ni la idea para comprar las plumas y los relojes, pensé. Luego el dependiente, un chico bien informado en el tema, me platicó que desde hace un buen tiempo tiene un, así llamado, cliente frecuente: un señor de lo más “Dalay”, es decir, relajado, que va a comprar relojes más o menos cada dos meses. Un señor, así dijo el dependiente, nada ostentoso, que cuando viene juras que no te va a comprar nada, pero de pronto, así sin más, elige el reloj o la pluma de su agrado y la pide o lo pide sin mirar el precio, y cuando paga, no refunfuña ni se apea. Paga con su tarjeta relojes de 300 mil pesos (los más austeros), dijo el dependiente luciendo una sonrisa pues me queda claro que recuerda las comisiones que le dejan esas ventas a aquel cabello “Dalay”. Ese señor, dijo el dependiente, hace poco mandó a pedir una pluma que no teníamos en catálogo. La mandó a pedir sin preguntar el precio. Cuando llegó la pluma todos mis compañeros se juntaron en corro para verla de cerca. Parecía un báculo papal. Era una pluma dorada, esgrafiada con finos arabescos y constelada con algunas gemas preciosas. ¿Cuánto costó la pluma? Unos 200 mil pesos, dijo. Y ese mismo señor, dijo el dependiente, vino hace un mes. Venía muy triste porque unos maleantes entraron a robar su casa y le robaron “casi” toda su colección de relojes y plumas. Casi todas sus plumas y sus relojes, aunque no todos. Le habían dejado por pura delicadeza dos relojes pues no reconocieron la marca, supuso el señor, entonces le dejaron esos relojes que costaban, modestamente, dos millones cada uno, me contaba el dependiente mientras empacaba la Marilyn de mis sueños. Qué mañoso el dependiente, pensé. El chisme jugoso del señor de los relojes tenía un costo y ese costo era comprar la pluma Marilyn. Y yo lo dejé hacer, claro, pues el chismorreo estaba bueno. También me platicó de un muchacho que un día llegó con su teléfono a mostrarle el reloj que andaba buscando. Un reloj, no sé bien qué modelo, pero que era una pieza no sólo de arte, sino de ingeniería. De la más alta ingeniería de Ferrari. Era, dijo el dependiente, un carro para la muñeca. Un Testarossa para la muñeca del señorito, pensé yo. Aquel joven llegó muy seguro de sí mismo, como llegan los poblanos muy seguros de sí mismos y de su blof y de sus dineros mal habidos, y le dijo al dependiente: “quiero este modelo. Mi presupuesto es de tres millones. Consígalo”. El dependiente, me dijo, dio un saltó al escuchar esa cantidad. Dio un salto de gusto y de susto. De gusto, por la gran comisión que se llevaría por la venta. De susto, porque le parecía más que brutal, grosero y obsceno, el hecho de gastar tanto dinero en un reloj que bien podría acabar en el basurero después de una borrachera de junior. Esas borracheras de agarrapollos que se ponen los mirreyes que nunca han trabajado pero que gozan de las canonjías de ser hijos de un magnate o de un pillo o de un narco, pensé. ¿Y qué pasó, qué pasó?, le pregunté. Pues resulta que la versión más austera de ese reloj Ferrari, cuya edición especial constaba de 50 piezas únicas, rebasaba su presupuesto, es decir, el más modesto de esos relojes de edición especial estaba en 4 millones, así que el joven se remangó su camisa y se fue muy molesto, no sin prometer volver a la brevedad con el melón que le faltaba. Así se las gastan los poblanos, dije. Así se las gastan porque pueden. Pueden de maneras misteriosas, pero pueden, como pensé una tarde antes cuando iba en la vía Atlixcayotl y un Lamborghini Diablo rojo me rebasó por la derecha. Esos tipos tienen esos carros y esos relojes y esas plumas porque pueden tenerlos. ¿Cómo es que pueden? ¡Sabrá Dios! Seguramente con métodos muy poco ortodoxos, pero pueden. Tal como los buenos escritores no pueden tener una pluma Montblanc porque, o comen y pagan escuelas de los niños, o se compran una pluma. Así de injusto, así de repulsivo es todo esto, pensé. Como así de repulsivo y ventajoso fue el dependiente que, al final de la charla, me entregó mi pluma Marilyn en las manos. Bien envuelta y con sus sello y su certificado de número de serie. ¡Dios bendito!, pensé. A lo que lleva el chisme y la circunspección... Y a lo que lleva la ambición y las ganas de vender de los dependientes, pensé. Y como soy poblana, y los poblanos no sabemos ni queremos ni nos gusta decir “no”, ni mucho menos nos gusta regresar en público las cosas que nos gustan, pues salí con mi linda bolsa Montblanc y mi hermosa pluma roja de Marilyn Monroe. Claro que la compra fue posible porque toda la tienda estaba a meses sin intereses, de otra manera no me hubiera dejado engatusar por el dependiente, quien prometió revelarme el nombre del señor “Dalay” de la pluma papal y los relojes robados, y también el nombre del Mirrey frustrado que se fue sin su Ferrari de mano. Volveré pronto. Tal vez en doce meses. Cuando acabe de pagar mi pluma
