La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Leyendo “Corrección” de Thomas Bernhard, tuve que remitirme inevitablemente a la biografía de Ludwig Wittgenstein, pero más que a su biografía completa, al momento donde decide convertirse en arquitecto para construirle una casa a su hermana. Y encontré varias referencias a la casa en internet, incluso fotos de la misma, e imágenes de los planos. Sin duda, esa casa no era una casa ordinaria, sino de lo más extraordinario, como lo fue el filósofo austriaco. Di con las imágenes de la casa que es un elefante blanco completamente rectangular y no El Cono ideal del relato bernhardiano. Lo que hace Bernhard en su afamada obra cumbre es explicar no la obra  arquitectónica, sino filosófica de Wittgenstein, como el propio Wittgenstein hizo a su vez con la casa: proyectar todos sus conocimientos sobre la lógica en ese monumento de características únicas que ha sido estudiado tanto por filósofos como por arquitectos. Viendo las fotos que encontré en internet y leyendo al mismo tiempo “Corrección” fue inevitable hacer el paralelismo entre la obra arquitectónica de Wittgenstein y la obra arquitectónica de Iannis Xenakis –compositor de música concreta, alumno, en su tiempo, de Le Corbusier–. Pensaba mientras leía la descripción que Bernhard hace de El Cono (la casa para la hermana de Roithamer, es decir, de Wittgeinstein) que Xenakis tenía obsesiones similares al filósofo, en tanto él construía casas y edificios en función de sus obras musicales, es decir, espacios óptimos para que su música fuera ejecutada dentro de ellos con la mejor calidad acústica posible. Y mientras meditaba sobre Xenakis y  El Cono de Roithamer, es decir, de Wittgenstein, pensé en los arquitectos de nuestro tiempo: esos mercenarios que te venden el metro cuadrado de construcción como si fueran Wittgeinstein o yo no sé. Esos arquitectos que alguien, un conocido, te presentan como “las grandes eminencias de la arquitectura” y que llegan a tu mesa desplegando un plano hecho a partir de su estilo o sus, así llamados, “gustos personales”, que en realidad no tienen nada que ver con tus gustos y con tu personalidad, aunque previamente les hayas explicado que querías una sala así y una cocina asá, etcétera. Los arquitectos son, en el mejor de los casos, vulgares comerciantes de cemento, vigas y hormigón, con conocimientos técnicos de la estática y la gravedad, etcétera. Y como casi todos los médicos, esos arquitectos están en contubernio con empresas que les ofrecen descuentos en sus materiales, mismos que les revientan a sus clientes como si, por ejemplo, un piso de Interceramic fuera un piso de mármol de carrara. Ésa es la verdad. Ese, y no otro, es el negocio de los arquitectos… y no hacer un espacio acorde y según la personalidad y necesidades de los clientes. Un arquitecto visionario, un profesional, debe ser parecido a un psicólogo, es más, los arquitectos, antes de presentar sus proyectos y de edificarlos, tendrían que conocer muy de cerca a los clientes. Tendrían que saber cuáles son hasta sus enfermedades, sus padecimientos y sus miedos. Pero en cambio, no conocen nada a sus clientes. Los ven un par de veces antes de propinarles un golpe bajo con sus planos engañosos hechos a la medida de su propia ambición. Supongo que por eso hay tanta gente infeliz en este mundo que no se explica bien el origen de su infelicidad por más que lo busquen. Imagino cuántas personas que padecen vértigo tienen en sus casas segundas plantas voladas, es decir, un espacio ideal para estar continuamente amenazados de caer al vacío. Eso es infame, pero desgraciadamente el cliente no se percata de esos pequeños detalles que a la postre resultan devastadores. Y todo porque el arquitecto es un megalómano que decidió meterle doble altura al techo porque está de moda y porque así obligará al cliente a pagar inmensos y onerosos ventanales para que la casa sea lo más parecido a una pecera donde los peces floten entre sus propios miedos. Así las cosas, pensé, y recordé cada una de las casas donde he vivido. Todas rentadas. De no ser así, creo que no me animaría a contratar a un arquitecto cualquiera, sino a un arquitecto de confianza, de cabecera. Un arquitecto que me conozca de años y que planee mi casa según mis fijaciones. Por ejemplo, yo odio subir escaleras, así que mi casa ideal tendría que ser de un solo piso, o en su defecto, con desniveles unidos por breves rampas muy discretas. He habitado casas de todos los tamaños y formas. Casas con y sin jardín, pero cada una de esas casas ha tenido “algo” que me incomoda y ahora sé la razón: porque está construida a placer y gusto de un perfecto desconocido que no ha tenido el gusto o el disgusto de conocerme. Por eso es importante el hecho de conocer íntimamente al arquitecto y que el arquitecto te conozca a ti. En el mejor de los casos, ese arquitecto deberá hasta psicoanalizarte o emborracharse contigo para adaptar los espacios que habitarás de acuerdo a tus manías, a tus sentimientos y a la lógica que le des a las cosas, pensé. Como al mismo tiempo pensé también en Xenakis y pensé en un alumno suyo que afortunadamente es un buen amigo mío, y que yo considero el mejor músico mexicano vivo (y también entre los muertos, para serles franca). Hablo de Julio Estrada, que mucho tiene que ver con Xenakis y supongo que con el propio Wittgeinstein, e increíblemente–y aunque tal vez no lo sepa– también tiene que ver con Bernhard por su gran parecido físico. El caso es que hace un tiempo estuve en la casa de Julio y por esas fechas estaba a punto de concluir una nueva área de su casa, o mejor dicho, un estudio nuevo dentro de su terreno. Y es precisamente algo parecido al Cono de Roithamer (Corrección) o a los espacios de Xenkis, ya que ese estudio está perfectamente ideado para su completa felicidad. Es un lugar donde el genio puede hacer música por donde lo veas. Un espacio que suena por todas partes. Un Cono filosófico a la manera de Wittgeinstein. Y al hablar de esto, por supuesto que dejo fuera la anodina moda del Feng Shui en la que no confío ni tantito pues los asesores bananeros que tenemos en México sobre esta práctica asiática, son peor de farsantes que los arquitectos. Farsantes que te hacen tumbar paredes y clausurar baños porque su pinche brujulita dice que, ahí, debajo de la mierda, podría crecer un cuerno de la abundancia y tonterías similares. Por eso ahora considero todo un descubrimiento la Casa Wittgenstein, que por fuera puede parecer hoy una de esas casonas vintage que te encuentras en las colonias venidas a menos mexicanas, sin embargo, lo importante está en la historia de su construcción. Casi cuatro años tardó el filósofo en idear la casa, y en detalles como las perillas de la puertas se dilató dos años. Esto, además de confirmar el genio y la tozudez  del creador del tratado de lógica más importante de nuestros tiempos, nos da muestra del inmenso amor que le tenía a su hermana, ya que construir no es sólo echar para arriba un colado y meterle florituras de mal gusto a las columnas. Construir es dar hogar a alguien que confía en tus buenas intenciones.  

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