Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam
Uno
Dormía a vientre suelto en mi pequeño estudio de Coyoacán.
¿Qué año era aquél?
1979.
Era feliz a mis 22 años.
Había publicado mi primer libro de poemas, codirigía mi primera revista —una serie de plaquettes denominada El Oso Hormiguero—, leía y escribía todo el día —gracias a una beca generosa otorgada por el INBA—, y vivía en una especie de comuna a la que llegaban mujeres hermosas con sus primeros versos, poetas con obra publicada, novelistas en ciernes, músicos y actrices ligados a Brecht o a Ionesco o a Beckett.
Era feliz y no lo sabía.
Ese 14 de marzo de 1979 dormía, pues, a vientre suelto cuando me cayó encima el robusto tomo de los Cantos de Ezra Pound traducidos por José Vázquez Amaral y publicado por Joaquín Mortiz.
El golpe fue seco en el bajo vientre.
Desperté aullando.
La casa entera se movía como si alguien en Coyoacán hubiera cometido un crimen.
Silvia Tomasa Rivera gritó desde abajo que saliéramos como fuera, mientras cargaba al pequeño Alex.
Quise pararme.
Imposible.
El sismo ligado a la resaca lo impedía.
Escuché que las vigas de madera tronaban arriba de mí.
(De hecho vi cómo se desprendía una delgada tierra sobre las paredes de cal).
Abajo también se vino mi colección de la revista
Plural.
Una vez de pie, observé muerto de miedo cómo caía sobre donde antes dormía un librero hecho por carpinteros de la costa chica de
Guerrero.
Al suelo y al sofá cama fueron a dar la carta que me escribió el poeta Antonio Cisneros, las obras completas de García Lorca, las novelas de Elizondo, los cuentos de Ibargüengoitia y los últimos libros de Octavio Paz.
Como pude bajé la escalera de caracol que separaba el mundo de la catástrofe.
Cuando por fin llegué a la calle del cuadrante de San Francisco el temblor cesó.
Pensé en aquel verso de Miguel Hernández sin saber por qué: “el rayo que no cesa / la poesía es ese rayo que no cesa”.
Pero el temblor había cesado.
Luego nos enteramos de que el sismo (de considerables y respetables 7.6 grados Richter) había tenido su epicentro en Petatlán, Guerrero, donde tuve una novia a la que sólo vi una vez.
A la velocidad del telégrafo supimos (no había internet ni Twitter, ni Facebook) que se había caído el campus que la Universidad Iberoamericana tenía en la colonia Campestre Churubusco.
Pensé en mis padres y mis hermanos, y les hablé por teléfono.
Pensé en Elsa Susana, y cuando vi ya estaba atrás de mí.
Pensé en mi amigo el poeta Boccanera.
Pensé en mi Mamá Guillitos.
Pensé en mi novia triste y bella de Petatlán.
Y cuando hice todas esas diligencias, me puse a escribir un horroroso poema sobre el sismo que destruí en el acto.
No vuelvo a tener un sismo en mi vida, me dije en silencio mientras regresaba al caos que era mi estudio.
Dos
A las 11 de la mañana del 19 de septiembre de 2017 la aplicación Sky Alert envió unas líneas relacionadas con la detección sísmica: “Salina Cruz, intensidad fuerte. 5”.
Recordé que era el día del simulacro para conmemorar los 32 años del terremoto que acabó con varias zonas emblemáticas de la Ciudad de México.
A las 13 horas 14 minutos 51 segundos, el piso laminado de mi casa empezó a tronar.
Tronaba como si muchos puños cerrados quisieran romperlo.
Puños furiosos.
De esos puños que de pronto irrumpen en la vida.
En ese momento entendí que estaba temblando.
Pero no era un temblor de vaivenes como el hacía unas semanas.
Era un trepidatorio como el del 85: el que tiró
Súper Leche, el edificio Chihuahua (en Tlatelolco) y el hotel Regis.
Quise pensar fríamente.
Imposible.
El instinto de conservación me hizo botar el iPad —estaba leyendo la crónica del día en que López Portillo nacionalizó la Banca—y salí corriendo en zigzag.
(Está comprobado que en los temblores la gente no corre en línea recta. Corre en un desesperante y sinuoso zigzag).
A los puños cerrados que golpeaban el piso por debajo se habían sumado el vaivén de las lámparas del techo y un crujido como de muebles arrastrados.
Como si una decena de personas se hubiera puesto a arrastrar los muebles más pesados de la casa.
Alejandra, la Negra, ya estaba corriendo desaforadamente después de haber gritado “¡chinga tu madre!”.
No era nada personal, sólo su reacción ante lo incomprensible.
(¿Qué más incomprensible que un temblor?).
¿ A quién dirigió el enigmático “chinga a tu madre”?
Nunca lo sabremos.
Detrás de ella salieron mi hija Mariana, su amigo Humberto, Conchita —la amiga de la casa—,y Oskar y Minú, nuestras westies blancas.
Y detrás de ella, yo.
Todos en zigzag.
Afuera de la casa ya estaban los vecinos.
Unos en bata —pese a la hora—, otros en chanclas, unos más en jeans y tenis.
Todo tronaba afuera, pero el sismo había dejado el tonito trepidatorio para volverse oscilatorio.
Regresé a la casa en cuanto el sismo terminó, mientras la Negra quitaba el hocico de Oskar del pescuezo de una pomerania color miel.
Luego corrió a buscar a su hija Elena a un colegio lleno de adolescentes histéricos.
Ya en el jardín de la casa, miré el paisaje después de la batalla.
La casa ya no se movía.
Ya no había puños cerrados golpeando desde abajo el piso laminado.
Nadie arrastraba muebles.
Los chirridos se habían ido.
Recordé que mi aplicación de Sky Alert no me había puesto sobre aviso del sismo que vendría.
Muy bueno para los simulacros, pero a la hora de la verdad guarda silencio.
Mis westies también se sumaron a ese pasmo, ellas que a la menor provocación ladran por todo.
Las imágenes de la televisión mostraron el desastre real.
Lo que por momentos pareció una pesadilla, las redes sociales terminaron por confirmarlo.
Notas. Silencios. Claves. Alteraciones.
Un denso vaho semejante a las virtudes humanas.
Mi hija Fer me platicó que a la salida de la Ibero Puebla estaban asaltando.
Y es que el caos provocado por miles de estudiantes en fuga generó un tránsito lento y desquiciante.
En ese momento, los depredadores tomaron las calles para robar celulares, dinero y otras mercancías.
Los reportes se ampliaron.
En la Vía Atlixcáyotl, cerca del Tec, detuvieron a una mujer que les robó a dos estudiantes.
Los reportes de los primeros muertos empezaron a llegar.
La Mixteca está devastada, me anunció un amigo.
Decenas de templos resultaron afectados.
Los videos de edificios viniéndose abajo se multiplicaron.
Y hasta un demudado López Dóriga regresó a Televisa.
El fin de mundo está cerca, me dije.
Y recordé el bíblico Apocalipsis.
Los rezos de Conchita me devolvieron a la realidad, ella que es sordomuda o hipoacúsica.
Furiosa, a veces, reclamaba al cielo sin dejar de rezar.
¿A qué Dios sordomudo increpaba?
