Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Cuando alguien busca ofenderte casi siempre encuentra lo más frívolo en ti para condenarte. El enemigo o la enemiga dice: “es que fulana o fulano vive de las apariencias. Tiene un carro que debe, una casa que está hipotecada al banco, un guardarropa más robusto que su inteligencia, un matrimonio de mentiritas. Esa persona vive de la apariencia”, jura el enemigo. Y uno se queda pensando si será cierto. Si en realidad ese carro te lo recogerá un día la concesionaria por falta de pagos, si el banco te va a embargar la casa y la va a subastar y quedarás viviendo en la calle o en un teatro abandonado como okupa, si tendrás que vender todas tus garritas para comer, y si después de la catástrofe tu matrimonio seguirá en pie… Cuando de pronto volteas a tu alrededor y te percatas que tus vecinos de junto y los de más allá, incluso la muchacha que te ayuda a hacer la limpieza, viven de la misma manera. Tienen deudas, deben el carro, no cuentan con las escrituras de sus casas, usan un pantalón diferente cada día y siguen casados con sus respectivos cónyuges por los siglos de los siglos. Pase lo que pase, se empobrezcan o se enriquezcan, las apariencias continúan ahí, paraditas en el umbral de la puerta. Inmutables o mutando. Se niegan a abandonarte porque son parte intrínseca de ti. Ellas, las apariencias, son entes con vida propia. Te ayudan a reaccionar ante equis circunstancias y son necesarias. No malignas, sino útiles. Uno no puede andar por la vida sin sus apariencias tomadas de la mano. Piense usted qué sería de uno si pudiera salir a la calle sin ellas, sin las apariencias. ¿Cómo nos presentaríamos a pedir un trabajo con los ojos infartados después de una noche de drama? Imposible. Así no le dan a uno nunca el trabajo; por lo tanto esa mañana, antes de salir a la entrevista de trabajo, se tiene que descolgar del armario una de nuestras tantas apariencias, que nos esperan ahí, ansiosas, colgaditas de un gancho, gritándonos: “hoy me toca, hoy me toca”. Entonces descuelgas a la apariencia acorde a la ocasión. Una apariencia serena y controlada que no se derrumba ante los embates de un jefe tirano. Una apariencia correcta, como se dice. Una apariencia de vestir, de lino o algodón. Una apariencia sobria con aires de diplomática. Si se escoge la apariencia correcta para ir a pedir el trabajo, y no la apariencia normal o real –que es la apariencia de uno mismo– es decir, la apariencia del drama y la desolación, seguro obtendremos el trabajo. Asimismo, cada vez que uno vaya a una cena con amigos debe desempolvar la apariencia más adecuada. Si tus amigos son esos viejos amigos motocicletos con los que ibas a oír rock hasta altas horas de la noche, no puedes darte el lujo ni tener el mal gusto de salir con la misma apariencia sobria y correcta con la que fuiste a pedir trabajo. Para ese tokín necesitas desempolvar tu vieja apariencia de rebelde, que es una apariencia relajada, desparpajada y quizás hasta grosera. Esa apariencia estará, seguramente, colgada en el rincón más oscuro de tu clóset porque desde hace mucho tiempo ésta sociedad te ha exigido guardarla, abandonarla, ya que no es prudente andar con esa apariencia ruda y valemadrista que tanto usaste en la juventud. En el caso de ocupar esta apariencia descubrirás algo tenebroso: esa apariencia que descolgaste, la de rebelde sin causa, te va a quedar chica. Sus botones no van a cerrar con holgura, sino todo lo contrario. Verás cómo sudarás al calzarte esa apariencia. La meterás en tu cuerpo obeso con Vaselina y la aguantarás sólo un rato, y luego de algunos tragos y de media hora de charla anodina, te será incómoda y pedirás a su satánica majestad regresar a casa para sacarte esa apariencia que ahora sientes como un corsé barroco. Y claro que los amigos y los críticos dirán: éste cambió de apariencia una noche para pertenecer a un grupo en el que ya no encaja. Es un o una farsante, una o un impostor. La lluvia de escarnios caerá sobre ti porque simplemente intentaste vivir el momento con una apariencia que ya no te embonaba. Lo mismo pasará cuando estés con tu pareja en una reunión con otras parejas. Esas parejas estarán esperando ansiosas que te equivoques, que ambos se equivoquen. O que te embriagues o ambos se embriaguen, para sacar a flote sus verdaderos “yo”; no los “yo” que preparamos para brillar en sociedad, sino los “yo” genuinos. Entonces los demás estarán satisfechos en su ruindad. Estarán felices de ver cómo es que tú y tu pareja llegaron con una apariencia y se van con otra: con la real, con la desastrosa. Sin embargo, esos jueces implacables parecen ignorar que son igual de repulsivos porque también salieron de sus casas siendo unos –los originales, los bien vestidos, los sobrios– y de repente pasó la noche y se despojaron de la apariencia formal, es decir, la paraciencia de la engorrosa etiqueta, es decir, la apariencia de la perfección encarnada, para terminar siendo ellos mismos, ¡qué barbaridad! Total que nadie está a gusto con la apariencia de los otros y por lo mismo tildan a los otros de vivir de la apariencia, sin pensar por un instante que absolutamente todos somos como el camaleón, que se camufla para la huida, pues de otra manera moriría en las fauces de sus depredadores, es decir, de sus compañeros, es decir, de otros camaleones que se han disfrazado previamente para sobrevivir. Así es el mundo, y esa es la verdad. No hay alguien que no viva de la apariencia. Quien diga que no vive de la apariencia, miente. No vivir de la apariencia sería algo similar a ser transparente o invisible. Así que es mejor no juzgar a los demás por la apariencia que eligen usar en fulano o zutano día. El propio mundo que habitamos es un mundo aparente que tiene la forma, el vestido que nosotros hemos imaginado. Algunas veces ese mundo se viste con nubes, algunas veces se desnuda. Todo se reduce a supervivencia. La vida está viva porque podemos escondernos de los demás y de nosotros mismos. No hay otra manera de vivir. La vida es apariencia, y de ser posible, hay que vivirla con las mejores galas. Esa es la verdad.