Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Vuelvo a la magia de lo que la imaginación me dio cuando descubrí las historias narradas. Regreso al encuentro imborrable de las historias en las que inscribí –sin advertirlo– una pasión voraz, y sin imaginar tampoco, que un día iba a entregarles la vida con todo y los trastos que fui recogiendo en el camino.
¿Y qué me dieron esas historias “de mentiritas” como las calificáramos entre mis amigos de la niñez? En verdad creo que me dieron una libertad que tampoco advertí en aquel momento, pero supe que peleábamos “de mentiras”, que nos convertíamos en otros y vivíamos el juego convirtiéndonos en unos y otros “de mentiritas”. Eran juegos en los que tenía principio también el arte del actor, que tampoco sospechaba como una pasión futura y verdadera.
Las historias llegaron a mi vida, primero desde la imaginación y voz de mi padre y por otro lado, desde las revistas a las que tenía un fácil acceso, incluyendo el periódico. Las historias con su máquina poderosa, comenzaron a operar frente a mí como un mundo invasor que entraba a mi imaginación, para en ella vivir exaltadas y engrandecidas de una manera notable, pero sobre todo, las vi pasar por mi imaginación como por casa propia, hasta llegar a mi deseo absoluto por saber cómo era que aquellos personajes vivían en el mundo extraño y maravilloso que les había tocado vivir. O quizás me sustraía el solo hecho de visitar con la mirada, aquellos otros lugares que tenían el ánima deslumbrante que me cautivaba como desde un hechizo verdadero.
Y me pregunto cómo era que el descubrimiento de las historias imposibles y lejanas, renombraban mi realidad, porque en ellas me comprometía con sus personajes, lugares y otras herramientas imaginarias que hacía mías como si fueran mi habitación verdadera. Eran historias de las que no me importaba si eran ciertas o eran una mentira completa. Creo que ni siquiera me preguntaba, cuánta verdad había en aquello que mi padre me contaba, porque lo creía profundamente. Mi padre era el hombre que todo lo sabía y el que podía decirme cómo era el mundo y qué cosa debía yo hacer para sostenerme en la vida como un soldado en lucha. Tampoco me preguntaba por lo que había de verdad en aquellas otras historias que leía en el negocio de mi padre de las que recuerdo la historieta de “Tawa, el hombre gacela” y su amigo el gigante con cara de niño Etreuf y que vivían en una selva poblada de peligros y de los que siempre salían triunfadores. Tawa un personaje que homenajeaba a Kalimán, en aventuras que apuntaban a la fantasía de la ciencia ficción. Era común jugar a creerse aquellos personajes y entre ellos, rogaba a ser aquellos otros personajes del oeste como Hopalong Cassidy, Red Ryder, Roy Rogers, a los que pronunciábamos españolizadamente correcto. Me emocionaban tanto aquellos personajes rubios, pelirrojos y con caballos monumentales, que en mi realidad soñaba con montarlos y tener un sombrero texano, cinturón, pistolas a los costados y entrar a un bar abriendo las puertas de bandera como los héroes lo hacían en aquellas historias que para mí eran tan verdaderas, como la posibilidad de jugar a los balazos con mis amigos. Jugábamos a pelear por mujeres en la cantina y con las pistolas que en algún momento “los reyes” nos habían traído, porque no había entre mis amigos, nadie que no tuviera pistola y cinturón con la funda a los costados. Y entonces éramos Red Ryder, Juan Sin miedo, o de menos “El valiente” hasta terminar en batallas campales en las que nos divertía jugar a lo que hoy llamarían “violencia”. Y es que también estaban incluidas las luchas y terminábamos enredados a madrazos en la tierra y el pasto de San Juan. Me gustaba haber descubierto las historias narradas. Primero porque me creía ser los personajes que iba conociendo, y después porque me enseñaban la amplitud del mundo y una realidad en la que yo mismo podía expandirla y hacerla cierta o trasladarla a mis juegos extraordinarios.
También mi afición desmedida por esa ficción que tenía a mano, era porque quería tener más seres a mi alrededor y no estar tan solo. Yo era el único de mis amigos que no se aburría de aquellos juegos siendo personajes y los representaba hasta las últimas consecuencias. Me veo jugar solo con una bicicleta Saetta, que un día fue amarilla y tuvo llantas rojas de cámara, pero nunca la vi así, más que sin llantas y en rines desnudos, sin cadena, sin frenos, pero con el gusto de verla rodar conmigo encima. Y recuerdo cuánto hablé solo con la bicicletita, montado en ella por las bajadas y paredones que había cerca de mi casa.
Era un modo de saber lo que el mundo contenía. Era mi forma de buscar las pertenencias que me hacían falta para seguir creyendo en mí, como un posible viajero del mundo desconocido. O era la simple y llana fascinación por explorar un mundo desconocido y de un atractivo selvático. Y digo “selvático” porque las historias reinventadas por mi padre, siempre sucedían en la selva, donde había feroces bestias que “Tarzán, el hombre mono” vencía, como se vencen los imposibles. Eran las historias de Tarzán las que mi padre parafraseó en sus relatos. Yo veía la selva como si fuera un lugar muy conocido y sumamente familiar. Y lo mejor, fue cuando mi padre me contó la existencia del hijo de Tarzán, es decir Tarzitan, con quien me identifiqué ferozmente y lo hice mi amigo para siempre.