Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Había cumplido ocho años el 5 de noviembre de 1967 y mi madre hizo arroz con leche para celebrarlo. No me dijo nada, sólo lo hizo. Lo llevó a la plaza al negocio de mi padre y me dijo que ya había invitado a mis amigos del barrio para que fueran a comer arroz. Me pidió que fuera a decirle a mis primos Chava, Chuche, Beto y a otros amigos que tenía en la plaza, porque nosotros éramos del barrio de San Juan. No pude concebir aquella especie de fiesta, pero le dije que sí, que iría a buscarlos. Todavía me encargó que le pidiera una olla a mi tía Belén para mandarle un poco de arroz. Aquel arroz con leche y canela, endulzado con piloncillo que tanto me gustaba. Ese era el gesto que pude entender de mi madre; hacer aquello que me gustaba tanto, aquel platillo que en otras circunstancias, me hubiera alegrado y hubiera comido con gusto. Y no sabía como agradecerlo. Quizás fue el primer gesto amoroso que tuvo conmigo de manera individual y totalmente sincero y yo no pude con él.

Me fui corriendo y mi madre creyó que fui alegre por mis primos, pero mi carrera fue sin rumbo y di vuelta en uno de los camiones que me permitieron desviar la carrera en sentido opuesto al del rumbo de mi tía. Así llegué hasta el atrio de la iglesia y me senté cerca de la gran cruz atrial en donde permanentemente olía a meados, y era un sitio del que se contaban historia sexuales de ciertas muchachas del pueblo, como una que se enamoró de un joven cirquero que pasó por el pueblo y aquel había sido el escenario del pecado. Luego de no soportar –no solo aquel olor a orines, sino a mierda–, me levanté y seguí caminando. Daba vuelta por cualquier calle, pero tenía claro que no iba a buscar a mis primos para llevarlos a comer aquel arroz. Vagué por las calles caminando despacio como en un exilio riguroso. Estaba escapando de lo que imaginaba sería ridículo; a alguien se le ocurriría cantar las horribles mañanitas, aunque para la hora que era, aquella canción no solo resultaba ridícula, sino absurda, porque el arroz lo asocié con la merienda y comenzaría a oscurecer pronto ¿Dónde había quedado “la mañanita”?. Llevaba puesta una camisa de franela a cuadros rojos. Mientras caminaba, hacía frío y seguí hasta la cercanía del barrio alto, que para mí era muy lejos y sólo llegaba a visitar aquellos sitios, cuando jugábamos “alguaciles y ladrones” o cuando íbamos al jaripeo, porque para allá estaba la Plaza de toros.

Tal vez me daba vergüenza, invitar a mis amigos a comer arroz con leche porque había cumplido años, o a lo mejor no me sentía merecedor de ninguna fiesta, porque antes de aquel día, no recuerdo algo parecido. Imposible recordar algún regalo, o al menos algún abrazo. Tal vez había gestos cariñosos de mi padre y mi madre, que recordaban que un día como aquel había crecido la familia, pero nada más. También creo que aquello debió asustarme. No puedo recordar fiestas familiares, porque sin duda no las hubo. Pero sí recuerdo los estrenos que mi madre confeccionaba para las fiestas del pueblo el día de la Candelaria. Me hacía con sus manos camisa, pantalón y si había dinero previo, zapatos. Y así bien “cambiados” íbamos rumbo a la plaza, peinados con brillantina o con limón a gastarnos un tostón que mi padre nos daba por ser un día especial y porque aquellas fechas eran de buena venta. Los únicos recuerdos festivos son esos, pero los cumpleaños, no era costumbre celebrarlos de manera significativa y se entiende, una familia de once hijos, celebrarían todo el año cumpleaños, y aunado al motivo de número, también el dinero que aunque no faltaba, nunca debió alcanzar para fiestas.

Aquel día, di vueltas por el pueblo caminando, como si huyera de algo que me perseguía. Algunos de mis amigos fueron a buscarme por mandato de mi madre. La petición era llevarme para el arroz con leche y para todos estar juntos en aquel extraño festejo, del que yo me sentía ajeno y con pena. ¿Para qué una olla de arroz con leche y no precisamente en mi casa? Todos estuvieron contentos menos yo. Por tímido, por sorprendido, por todo eso que sigo sin entender y que en la familia se recuerda como una anécdota chistosa, donde aparezco como un niño que desaprovechó aquel festejo generoso de mi madre. Todos mis amigos allí sentados en la plaza, tal vez en las bancas comiendo arroz, y es que mis amigos eran muy pobres y a comer jamás se iban a negar. Era la fiesta del arroz con leche y la alegría de aquellos niños comiendo “a dios dar” como recordaba años después mi padre riéndose, porque el único que faltaba en aquella menuda alegría, era el festejado, que seguía vagando por donde lo llevaban los pasos del que huye. Había que buscarlo y la consigna así la llevaban Nito, Abel, Picos, Jeyo, Davi, Chejo y uno de la plaza que se llamaba Enrique, esos eran los comisionados para buscar al desaparecido que andaba por ahí y la consigna era llevar al prófugo a sentarse a comer un plato de arroz con leche. Fracasó aquella patrulla de rescate y volvieron por el segundo plato de arroz y ya mis hermanos también estaban comiendo, porque había arroz con leche para todos. Todos comieron a mi nombre y llamaron a otros, y también alcanzaron arroz los vecinos de los negocios de la plaza. Mi mamá repartió el arroz a quien quiso y a quien pasaba por ahí.

Me gustaba el arroz con leche y canela, mucho me gustaba y mi madre lo cocinó para mí, porque era la primera vez que quiso decirme que me quería, que volviera a su corazón, que allí estaba para ser mi madre, para darme un amor nuevo, pero yo no lo entendía y tal vez ni ella.

Hoy cuando como arroz con leche y canela, recuerdo aquella mirada de mi madre que no me regañó cuando volví y la olla del arroz estaba vacía.

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