La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Un autor, si es buen autor, debe superar o por lo menos estar a la altura del autor o de los autores que cita en sus epígrafes.
Cuando uno escribe, siempre tiene la necesidad de explotar la influencia de sus maestros… se hayan conocido personalmente o no. En el caso de Mario Alberto Mejía, el autor del que echa mano en su epígrafe no es cualquier autor. Es, a decir de Mario Alberto, el mejor escritor mexicano de finales del siglo veinte. Lo curioso es que ese escritor mexicano era más chileno que Víctor Jara. Hablo, por supuesto, de Roberto Bolaño, que tras su muerte, y a partir del buen trabajo de sus editores y sus publirrelacionistas, se volvió un semidios de la literatura contemporánea.
No quiero adelantarme, pues seguramente Mario Alberto hablará de los encuentros que tuvo con Bolaño. Encuentros que lo dejaron pasmado. Que obraron el milagro de rasurar su ego de joven poeta. Porque Mario Alberto es principalmente un poeta. Lo de periodista le vino después, y para no quemar la anécdota (que viene incluida en este libro) voy al grano: Miedo y Asco en Casa Puebla lleva un epígrafe de Roberto Bolaño que dice: “No os lo vais a creer, pero ayer por la noche, a eso de las cuatro de la madrugada, vi en la tele una película que era mi biografía o mi autobiografía o un resumen de mis días en el puto planeta”.
En lo personal creo que Roberto Bolaño es un autor sobrevaluado, pero la cita anterior es puntual y muy oportuna para contar las historias contenidas en esta novela.
No quiero extenderme mucho. Sólo me gustaría dar un brevísimo comentario sobre el libro que tienen en sus manos. Y lo voy a dar desde el punto de vista de una lectora que lleva muy poco tiempo interesada en la vida política de Puebla.
Supongamos que yo no conozco a ningún personaje que cruza por el texto. Que no he visto en mi vida al autor ni sé cómo habla ni como escribe ni por la cabeza me pasa que es uno de los periodistas más leídos del reino. Supongamos que soy una mujer que va caminando por alguna feria del libro o una librería y me topo con Miedo y Asco en casa Puebla. Supongamos que lo compro. Supongamos que llego a mi casa y comienzo a leer. Soy una lectora exigente, eso sí, pero podría ser una lectora común. Tomo el libro, y de pronto el milagro de una prosa ágil me lleva al torbellino de la disipación. Desde la primera página aparecen nombres que no me dicen; nada porque puede ser yo que sea una regiomontana o una panameña. La lectura abre con un capítulo donde un señor que se llama Mariano Piña Olaya, que fue gobernador de un estado llamado Puebla, se despide del poder. Va en su carro y ya siente la frialdad de los adioses. Poco a poco aparecen muchos personajes atractivos. Los personajes que existen en cualquier ciudad, que caminan y beben y fornican y gobiernan en cualquier pueblo. De pronto, brota un elemento que es universal: la traición que sobreviene de las pasiones humanas. Sean de políticos o de personas de a pie. Mi libro promete. Promete porque los capítulos son breves. Tiene algo de cinematográfico. Parecería que son cortometrajes. Cada capítulo cierra la pinza, pero me deja con ganas de más. Leer, recuérdenlo bien, es una suerte de coitus interruptus, pienso. Y uno siempre quiere más…
Tomo un café y sigo la lectura. Pienso que el autor leyó forzosamente “Pueblo en vilo” de Luis González y González, pero también leyó (y muy concienzudamente) “Lo demás es silencio”, de Tito Monterroso. Lo sé porque en algunos momentos sus personajes se ridiculizan entre sí. Ojo: el libro está contado por un narrador omnisciente, es decir, por un gran ojo sin párpado, por un centinela que probablemente estivo ahí: en las cámaras, en los restaurantes, en los palacios municipales, en las redacciones, en las alcobas, en los bares… pero ese narrador sólo cuenta los hechos, no los juzga. Un buen narrador omnisciente debe hacerse muchas preguntas y contestarlas en el texto con tal precisión (y distancia) para que el lector no se confunda ni tome partido. En Miedo y Asco en casa Puebla, el narrador evanesce. Son los personajes quienes se exhiben y se atropellan entre sí. Sigo siendo una lectora anónima y no he perdido el interés aunque la novela pueda ser para muchos “muy localista”, sin embargo, ¿qué gran novelista de la historia no echa mano de sus compadres, sus vecinos o sus gobernantes para enriquecer su obra? Víctor Hugo, lo hizo. Flaubert, lo hizo. Dostoievski, lo hizo. Todos los pueblos son parecidos a nuestros pueblos, pienso.
Supongamos que soy una lectora que nunca ha saludado a don Melquiades Morales, pero llego a determinado capítulo de este libro y de inmediato me encariño con el personaje, y digo: “¿De verdad existe alguien que tenga más de dos mil compadres?” ¡Guau! Sigo leyendo y la historia de esta ciudad se torna un tanto oscura. Soy una lectora que jamás ha escuchado el apellido “Torrín Mares”, pero llego al capítulo donde inicia y termina su gobierno y las páginas se tornan grises. Equiparo a los personajes con otros de la literatura universal, y digo: “este es como un Yago, este otro es tan ladino y corrupto que merece acabar como la usurera de Crimen y Castigo. Esta señora estaba más aburrida de su hombre que Madama Bovary. Este otro es más promiscuo que Oscar Wilde”.
No necesito conocer a los personajes, aunque el autor deje ver que la mayoría son reales. Ahora soy una lectora común y admito que también me gustan las historias jocosas, el chismorreo de alcoba, la intriga entre los poderosos. Aparecen desde el principio tres mujeres fascinantes: las clásicas señoras esnobs que van a París y fanfarronean de sus viajes y sus gustos exquisitos. Esas tres señoras ocultan un secreto. Los clásicos secretos que se cuentan las amigas. Estas señoras son esposas de algunos de los personajes más importantes del texto, una de ellas, la esposa del tal señor Fraudlett (que es un personaje monomaniaco al mejor estilo Moliére) satisface mi morbo como lectora del Vanity fair que busca en las páginas de un libro la mejor manera de hacer garras a su marido.
Finalmente soy la lectora que conoce a casi todos los personajes, y me encuentro en una presentación peculiar porque muchos de ellos están sentados frente a mí. Este momento podría, en un futuro, quedar plasmado en el siguiente tomo que promete aparecer muy pronto.
Para concluir, quiero recordarles que cualquier novelista, que cualquier escritor, es esencialmente un deconstructor de la naturaleza. Un falsificador de escenarios. Un artista de la exageración.
