La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Íbamos en la prepa. En primero de prepa. Mis amigas y yo éramos, por decirlo de una manera, amigas de todos. También éramos las más faltistas. Después de la hora del receso nos dábamos a la fuga. Nada bueno encontrábamos en las aulas. Nada. Nuestros compañeros de clase eran ñoños y algunos olían mal luego de la cascarita de fut. Por eso huíamos al campo trasero, donde se daban cita los muchachos más grandes y otros maladrines que se saltaban la barda. No éramos hipersensibles, ni penosas. Tampoco prontas. Nos llevábamos con los hombres como si fuéramos de su clan. Aprendimos todas las sandeces que salían de sus bocas y las reproducíamos con más gracia. En ese tiempo, y a esa edad, nada nos ofendía. No sabíamos tampoco qué era el feminismo. Sólo sabíamos que éramos libres y que, con un poco de suerte y devoción, podríamos llegar a ser estupendas libertinas. Unas lo logramos, otras no. Yo fui de las que sí. Entonces cada día las tránsfugas que éramos íbamos al campo. Ahí besamos a casi todos los muchachos guapos y no tan guapos de segundo y tercero. Nos gustaban más grandes, ¿por qué negarlo? Sin embargo, el ciclo escolar constaba de 200 días y los chicos que nos gustaban eran menos de 200, acaso, y por mucho, ya exagerando, 30. Y aún así nos dábamos el gusto de repetir besos con los que nos gustaran más. Con ellos aprendimos la igualdad, la libertad, el descaro. Mis amigas y yo fuimos más que amigas de ellos, de los chicos, éramos sus aprendices y luego nos convertimos en sus mentoras. Así las cosas. Nos decían “el cuarteto infernal”. Por algo nos decían así, y sin embargo, nunca llegamos a tener líos con las demás compañeras. Sólo tuvimos líos con los maestros a la hora de saldar cuentas por las faltas, cosa que se arreglaba con un pomo de Magno, si el maestro era un dipsómano, o con unos aretitos, si la maestra era coqueta. Los días en aquel año glorioso pasaron lentos desde que dimos por terminado el recorrido de bocas. Ya habíamos besado a los muchachos que nos gustaban y ahora esos muchachos nos aburrían. Se habían vuelto nuestros hermanos mayores, y nosotras, ahora, les hacíamos “el paro” con otras compañeras. Chicas menos agraciadas y menos libertinas que se negaban a dar besos a granel, luego entonces, y sin saberlo, nosotras, “el cuarteto”, tomamos el sucio papel de las “nectes”, es decir, las que hacían los conectes; una especie de proxenetismo adolescente y rosa. Los chavos de esa generación no era degenerados, o al menos nunca hubo quejas. Ninguna de mis compañeras, del “cuarteto” o las demás, se quejaron. Eran, hasta eso, chavos sanos. Sólo querían aprender y besar y luego pavonearse de ser “los más riatas del salón”, así las cosas. Era mitad de año y ellos se lo pasaban de maravilla mientras nosotras, las del cuarteto, estábamos de lo más aburrido. Algunas hasta nos rebajamos a asaltar cunas, es decir, a ir por los más chicos. Chavos de tercero de secundaria que, a cambio de unos besitos, nos disparaban las papas y los tacos árabes… los de la señora Malagón, que era los tacos árabes más deliciosos del mundo. Pero andar con mocosos no nos gustaba. Eran más pobres que nosotras, no tenían carro y no llevaban cigarros al colegio, así que más temprano que tarde abandonamos la práctica de “ligamorritos”. Hasta que un buen día, ¡oh-my-god! Vimos entrar por la puerta de salón a un morenazo de musculatura grosera. Un hombre en toda la extensión de la palabra. Un “cabronazo”, como musitamos cuando lo vimos cruzar el umbral. Un tipo que llevaba uniforme, pero que parecía mucho más grande. Nada que ver con los blandengues de nuestros novios y compañeros. Hoy no puedo recordar su nombre, pero eso es lo de menos. Recuerdo el arrobo con el que nos miramos las chicas como diciendo: “esto es un hombre y no pedazos”. Todas, hasta la más beata del salón, nos ruborizamos al verlo. No recuerdo su nombre y curiosamente ninguna de mis compañeras lo recuerda tampoco (les marqué para que me dieran el dato y no sabían, aunque, como yo, tampoco lo olvidaban). Entró enfundado con nuestro uniforme de deportes. ¡Y lo llenaba del trasero! Dios, dijimos todas, volteando a ver a los pilguanejos desnalgados del salón, que morían de envidia al ver a este Tritón caribeño. Porque sólo unos minutos después supimos quién era y qué hacía ahí. Lo supimos cuando Tacho, nuestro prefecto, se dirigió a la clase para presentarnos a su suplente. ¡Bravo!, gritó a coro el cuarteto, e inmediatamente Tacho nos llamó a la calma y nos mandó un reporte. El nuevo prefecto era además, óiganme bien, CU-BA-NO. ¡Ay, nanita! dijimos las chicas. Porque en ese entonces, en los tenebrosos años noventa, estaba de moda que llegaran cubanas y cubanos a Puebla, y la tele estaba llena de cubanos y cubanas ardientes. Mi abuela moría por varios de ellos… el cubano se adelantó y nos paralizó el corazón, y a algunos amigos gays, otra cosa, ¿verdad? Mientras, los compañeros lo miraron con recelo y desprecio pues olfateaban que inmediatamente se habían borrado del mapa por ser flacos, jiotosos y pañalones. Esa es la verdad. Ya en el recreo de aquel feliz día, las niñas nos juntamos en el campo; ya dimos bocanadas nerviosas a nuestros cigarros pensando cómo íbamos a hacerle para sonsacar al cubano. Sabíamos, por el reglamento, que estaba estrictamente prohibido que un profesor entablara relación alguna con las alumnas, pero ¿y si se diera fuera del claustro? Entonces armamos un plan maestro. Decidimos cumplir con lo incumplible, es decir, comenzamos con aplicarnos en clase y sacrificamos nuestro medio día de fuga para poder ver al maestro y que el maestro viera que éramos excelentes alumnas. Al mismo tiempo planeamos nunca volver ir despintadas y subirle un poquitín el dobladillo a la falda. Nada de mamarrachadas desde ahora, dijimos, tenemos que ligarnos al cubano. Tenemos que llevarlo al extremo. Tenemos, sí, dijimos. Al día siguiente pusimos en marcha el plan. Unas, de plano, se acobardaron por miedo a la expulsión, pero el cuarteto valiente no se acobardó y siguió el plan al pie de la letra. En los recreos le llevábamos su coca y su taco árabe al prefecto y hasta nos ofrecíamos a ayudarle en el reacomodo de la biblioteca. Nos comportábamos como verdaderas Lolitas: mustias, pero rapaces. El maestro era cubano, y los cubanos, ya se sabe, son más abiertos, tienen “mojo”, tienen “aché”. Mi estrategia fue llegar a casa a grabarle en un casete los discos de Benny Moré y de Compay Segundo que tenía mi papá. Los grababa y al día siguiente se los llevaba. Tuve que aprender algo de la historia de Cuba (que jamás me interesó en la clase de la Keiko, nuestra maestra de historia), para adelantarme a mis compañeras y ganar su atención. El maestro, que tenía unos 25 años, no daba su brazo a torcer, es más, nos obligaba a bajarle el dobladillo a la falda y nos mandaba castigadas a hacer patitos en la cancha de básquet cuando nos cachaba espiándolo. Debo decir que, frente al rotundo fracaso del plan y frente a su rotundo rechazo, nos volvimos acosadoras profesionales. Saliendo de clases le ofrecíamos aventón (las del cuarteto teníamos un carro a nuestra disposición), cosa que siempre rechazaba. Ándele, profe, le decíamos, no mordemos. Aparte ya no estamos dentro de la escuela. Y mientras más insistíamos, el cubano nos marcaba más la raya. Una vez vimos al cubano en una disco y nos acercamos a él como leonas que van detrás de un venado. Al mirarnos sin uniforme y con minifalda, el cubano dudó unos momentos, lo vimos en su gesto, y aunque quisimos jalarlo a nuestra mesa, se resistió estoicamente. El plan, pues, fracasó hasta en el antro. Tanta era la presión del cubano (porque no sólo el cuarteto lo pretendía, sino también otro grupo de chicas de tercero) que terminando el año tiró la toalla y renunció. Se fue diciendo que las alumnas éramos como la rabia y que simplemente así no se podía trabajar. Él venía de Cuba buscando una mejor vida, dijo, y no lo iba a arruinar por una bola de mocosas precoces. Así nos llamó. Eso nos lo dijo la maestra de Física, que era bien buena onda y nos tenía en buena estima. Nunca más volvimos a saber nada del cubano, y para el ciclo siguiente tuvimos que conformarnos con seguir besando renacuajos. Pienso qué pasaría si los hombres acusaran a sus acosadoras. ¡No, no, olvídalo!, pienso. Si las mujeres siempre somos las víctimas… sí, claro, desde luego, eso es ley.

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