La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
La cruda, estoy segura, es también una enfermedad del alma. Una verdadera cruda es dolorosa de principio a fin. Dolorosa desde el estado físico. La cruda parece un padecimiento mortal, pienso. Y pienso también que no hay cruda que no nos haga humildes, aunque ese lapsus tiene remedio: volver a conectar con el alcohol. No hay cruda más infame que la moral. Esa puede durar toda la vida, pienso. La imagen a la que nos remite la palabra es repulsiva. Imagine usted a un ser humano crudo; crudo como el barro antes de entrar al horno. Crudo: crudo y flácido, fácil de quebrar. O como el huevo: pegajoso, indócil. La cruda inevitablemente nos deprime. En la cruda piensa mucho uno en sus tropiezos, piensa uno, aunque parezca que no puede uno pensar. El dolor se potencia. ¿Ha visto usted al sol directamente cuando está crudo? Es una sensación terrible. No se lo recomiendo a menos que sea mi enemigo. Los crudos escuchan cosas que los no crudos pasan por alto. La cruda es un catalizador de las sensaciones. ¿Ama usted estando crudo? Si la respuesta es afirmativa, comprobará que el amor es, en sí, puro dolor. Algo parecido a la agonía. Sin embargo, la ruta hacia la cruda es larga y tenebrosa. Tiene uno que perseverar con toda su fe. Beber y beber hasta llegar a ese grado de embriaguez donde ya no hay vuelta atrás. El cuerpo es sabio, pero mañoso, pienso. Si no, ¿cómo se explica uno que tras la cruda infame nos atrevamos a beber de la misma manera días después? El cuerpo posee un mecanismo diabólico que se llama olvido, y ese olvido nos hace recaer. Así como las mujeres se vuelven a embarazar sabiendo que el dolor del parto es una tortura, así el bebedor olvida esa otra tortura que es voluntaria: la cruda. Hasta hoy no he conocido a alguien que muera de cruda. Morir de cruda es tan fantástico como morir de amor, por eso ambas sensaciones se parecen, creo. Uno despierta al día siguiente de la fiesta, pensando, sintiendo que va a morir. Pero no mueres. La cruda es como la propia desesperación: un limbo. Me pregunto cuántas obras maestras se gestaron en la cruda, teniendo en cuenta que la cruda es, también, una estación melancólica. “No vuelvo a beber de esa forma tan grosera”, se repite uno mientras está tumbado en la cama, sin fuerzas, sin alma. El alcohol tiene un solo antídoto, por ser veneno: el propio alcohol. Una forma más elegante de nombrar este padecimiento del alma es “resaca”. Es la imagen menos burda que se le puede dar, es más, lejos de ser burda, es hasta poética. Imagine usted que el mar es esa fiesta dionisiaca, que refresca y lo convierte a uno en un ser ingrávido, liviano. El mar es esa fiesta, es ese vino. Pero hay un momento en el que el mar cansa y se quiere salir de él. ¿Y qué pasa? Sale uno, todo fresco y laxo, cuando de pronto llega una ola gigante de ese mismo vino, de ese mismo mar, y te regresa, muy a pesar de tu voluntad, al juego violento de las aguas. Entras y sales. Te arrastra, te desnuda, te hiere, y sin embargo, uno siempre regresa al mar… siempre al vino.
