La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Lo que puede el taco de ojo, no lo ha podido el mamey…. Y es que debo confesar algo: los 27 fueron mis años más gloriosos. Pesaba diez kilos más que hoy, pero ¡qué importaba! Era una, así llamada, gordibuena feliz. Los pantalones me lucían más. Se veían, desde lejos, como un envoltijo de la látex a punto de reventar. Era gordibuena y era feliz y no lo sabía. Vivía en la playa, donde las musas argentinas caminaban a la orilla del mar luciendo sus abdómenes perfectos y sus pechos perfectos sitiados en diminutos bikinis. Y yo era gordibuena cuando las gordibuenas no estaba de moda. Los hombres no me amaban; me temían por ser portadora de los brazos más macizos de Tulúm. Pude haber encontrado empleo como guarura de alguna de las celebridades que se instalaban en los hoteles cerca de Mamitas, pero no lo hice. Me dediqué a comer y a comer y a fantasear con un futuro famélico. Un día, decía, me decidiré a engrosar las filas de las chicas que hacen ejercicio. Esas que se levantan temprano y desayunan jugo verde y corren y corren con sus iPods colgando del brazo y sudan sin despeinarse y (click) se toman la selfie y paran a comprar un coctel de frutas y llegan a casa a ducharse acariciando sus clavículas y sus cinturas de avispa y que después se visten con ropa talla cero y que se van al restaurante a pedir lechuga y humus y que regresan a casa satisfechas de que la báscula no las hiera y que cenan una manzana o un apio y vuelven a hacer una rutina nocturna de pilates y que de noche tienen a un hombre que las desnuda con la mirada antes de desnudarlas con las manos y que luego hacen el amor, livianas, como Pavlovas en las tablas del teatro, y que dan vueltas en la cama y que ellos, sus hombres, las contorsionan y, ¡ay!, terminan en paz, pero no agotadas por no sobrepasar sus límites, los límites que sí tenemos las gordibuenas porque a la hora de la hora empezamos a sudar como Panteritas Sureñas y a repetir la chela y el perejil y el ajo de un suculento asado de tira que nos empampirulamos porque estábamos aburridas mientras las flacas se llevaban a los mejores galanes. Eso pensaba cuando vivía en la playa y era gordibuena. Ojalá un día, pensaba, regrese el reinado absolutista del buen culo y los brazos “a la Rubens”. Pero el tiempo pasaba y la moda de las carnes no regresaba más que a las charcuterías y a los restaurantes argentinos y uruguayos. Lo que puede el taco’e puerco, no lo ha podido el mamey, cantaba cuando volví de la playa y me acordaba de Violeta Parra y esos otros 17 años que no eran precisamente los de Los Ángeles Azules. Y es que ya en casa me puse a dieta y cumplí al pie de la letra con las indicaciones de las amigas enjutas que me recibieron con cara de “no mames, estás hecha una ternera”. Ternera, sí, porque soy pequeña. Ellas fueron crueles, pero yo más cruel porque me propuse aniquilarlas. Le entré al pescado hervido, al atún en agua y al agua de jamaica con rigor espartano. Retomé la danza y en poco tiempo perdí las turgencias que dije odiar un día. Ya era, nuevamente, la flaca de siempre… entonces me di cuenta de la banalidad de la playa, de la gente de mar, pues en la ciudad las preferían chonchas, buenas, carnosas. El pueblo no puede equivocarse; el pueblo bueno no se equivoca, pensaba, ya que los albañiles, esos justos árbitros estéticos, no me miraban más ni me chiflaban más ni me piropeaban más porque ya no había nada que ver. Donde hubo montañas, ahora había llanuras. Terrible, pensaba. Sin embargo, a todo se acostumbra uno. Ser delgada tiene sus beneficios, musitaba a cada rato. Pero qué mala suerte que justo cuando me quité las curvas, sale de la nada la tal Kardashian a gritarle al mundo “donde hay carne hay fiesta”. Y hoy por más que le entre al taco y a la memela y al champurrado, no consigo recobrar el tumbao. Por eso es que digo y canto, y canto y digo: volver a los 27, después de vivir un limbo, es como recobrar kilos, sin ser guango competente. Era gordibuena y era feliz. Y no lo sabía. Saudade por mis curvas.
