El 1 y 2 de noviembre son los días que los devotos de la Santa Muerte la celebran, a su manera; realizan una procesión por calles del centro de la ciudad para agradecerle por los favores recibidos

Por: Mario Galeana
Fotos: Ángel Flores / Mario Galeana

Es 1 de noviembre, Día de Muertos, pero en la Iglesia de la Santa Muerte y Bárbara Bendita no hay una sola persona porque “la tradición y el culto no tienen nada que ver”, me explica Claudia, una mujer que trabaja en el templo.

Aunque a unas diez calles, afuera del templo de la Santa Muerte, donde también es 1 de noviembre, Día de Muertos, hay unas 300 personas que se preparan para una procesión por el Centro Histórico, atando las imágenes de la Niña Blanca a los toldos de sus autos o simplemente apretadas contra el pecho.

Lo que hay que saber sobre las reglas del culto a la muerte es que no hay muchas: “Cada quien puede poner sus santuarios o iglesias, como le quieran nombrar, y cada quien hace en su casa lo que quiere”.

 

Ángel Flores / Agencia EsImagen

Me dice Arnulfo Cerezo Sandoval, un veracruzano que hace 13 años fundó este santuario al que llegaban unos pocos, tímidos, pero al que ahora acude más de medio millar de creyentes.

El lugar es apenas un salón oculto al que se llega a través de un pasillo estrecho, una entrada de un metro de ancho que está sobre una calle donde se venden toda clase de artículos esotéricos y naturistas: ruda para amarrar para siempre a tu pareja, lociones que prometen súbitos cambios de peso, imágenes de Joaquín Valverde, el santo de los narcos, estatuillas de duendes y, claro, figurillas de la Santa Muerte.

Esta fecha es especial en el santuario: el 1 y el 2 de noviembre son los únicos días en los que adorar a la muerte —y a los muertos— no es raro, y quizá por eso sea tan lógico que los creyentes de la Santa salgan con sus estatuillas, sus rezos y sus cantos por las calles de Puebla precisamente en esta época.

Todo es tan distinto en la Iglesia de la Santa Muerte y Bárbara Bendita, que está frente al Templo de San Francisco: no hay nadie y el lugar está callado, oscuro. Sólo las flamas trémulas de las velas iluminan las imágenes de Cristo y la Santísima que comparten el atrio.

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Claudia y otro muchacho que jamás me dice su nombre son los únicos en la iglesia. Cuando les pregunto si en estos días se hace algo especial en el templo, me miran como sólo se mira a un idiota, y responden que no: que la Santa Muerte no tiene nada que ver con la vuelta de los otros muertos: los nuestros.

Contradictorio, vilipendiado por la Iglesia Católica, practicado en localitos rascuaches, creciente, creciente, creciente: así es el culto a la Santa Muerte.

Una santa para todos

Se llamaba José Manuel Bello Núñez y llegó a Puebla en sus 20 con la idea de fundar lo que llamó “La Nueva Iglesia de la Santa Muerte”.

Consiguió un lugar cerca de San Francisco, del cual no se fue jamás, y lo llamó la Iglesia de la Santa Muerte y Santa Bárbara Bendita. En 2012 propuso realizar bodas gay ahí mismo, pero el cáncer le consumió la vida antes de oficiar alguna y ahora su retrato cuelga en la entrada del templo.

No es, digamos, un lugar solemne: junto a las imágenes gigantes de la Santa Muerte se venden también gafas de sol, mallones, gorros, guantes, carteras, calcetines y fundas para celular.

La trastienda es más amplia y es ahí donde se ofician las misas. El altar lo comparten dos ángeles, un Cristo y la estatuilla de la muerte que sostiene el mundo en la mano derecha.

Mario Galeana

Adentro no hay nadie, pero afuera están Claudia y un muchacho de veintitantos con un tatuaje de la muerte en el antebrazo derecho. Él no quiere hablar, pero Claudia me dice, en cambio, que “no es una santa. Es más bien un ángel: el ángel de la muerte”.

Le pregunto si el Día de Muertos no amerita, precisamente, una celebración por el ángel de los muertos, y ella me mira con reprobación y afirma que una y otra cosa no tienen nada, nada que ver.

En la creencia popular, la Santa Muerte es el refugio religioso de todo aquel que esté fuera de la ley o la moralidad. Y Claudia dice que sí, que tal vez:

—Sí, tal vez. Dicen que es la creencia de los rateros, de los drogadictos, de los delincuentes, de las prostitutas. Y sí, ¿no? Pero también en la Virgen María creen muchos, y no son tan buenos. En Cristo creen muchos, y no son tan buenos. A ella, a la Santa, la tienen estigmatizada porque dicen que Cristo la venció. Pero no es así. Al contrario: la muerte de Cristo sirvió para limpiar los pecados de todos. Además, los males que hacemos aquí, en el mundo, los hacemos nosotros. Ella, la Santa, no nos aconseja nada.

Claudia es menuda, tiene la boca pequeña y pintada de rosa, y responde con un tono firme, como si quisiera dar a entender que sabe más de lo que dice. Ella llegó a la iglesia por su esposo hace ocho años, y asegura que en su familia nadie ha reprobado, jamás, su fe.

—A fin de cuentas, ¿por qué no habríamos de venerarla? La muerte nos trata a todos igual. No da importancia a la posición social, económica, nacido o no nacido. Todos somos iguales.

El santuario

Afuera del Santuario a la Santa Muerte hay una larga fila de carros liderados por un Camaro rojo, todos ellos atan al cofre, al toldo o a la batea estatuillas con todas las formas y colores imaginables: con guadaña, con un vestido blanco, con un globo terráqueo en la mano, con flores de cempasúchil alrededor del cuello, con túnicas negras, doradas, verdes.

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Un pequeño anuncio indica la entrada al santuario, que es pequeño, con murales de la muerte pintados en todas las paredes, y que tiene al menos seis imágenes tamaño real de la Santa Muerte y una réplica del Señor de las Maravillas.

Todo es propiedad de Arnulfo Cerezo Sandoval, un hombre que tal vez esté en sus 50 y que tiene una mancha rojiza de tabaco en el bigote, un paliacate amarrado a la frente y una espesa barba blanca que termina en el pecho, donde le cuelgan medallones y collares con imágenes cadavéricas.

—La veneramos porque es un ángel de luz, la veneramos de la misma forma en que se venera a la Virgen de Guadalupe y de Juquila— me dice.

Mario Galeana

—¿Tiene relación este día con el culto a la Santa Muerte?
—Sí, viene en conjunto. Nosotros le dedicamos este día, le agradecemos por un año más. Aquí no hacemos rituales prehispánicos, como en otros lugares, pero sí celebramos.

—¿Y por qué en otros templos no hay nada?
—Mira, cada quien hace lo que quiere en su casa. No te puedo decir que los demás están bien o mal. Yo sólo digo que los bendiga Dios y que mi Santa Muerte los proteja.

—¿Aún está marcado el rechazo al culto?
—Pues sí, pero cada quien es libre de hacer lo que desee. Y cada vez somos más. Uno de los mandamientos dice ‘no juzgarás’ y eso es lo primero que algunos hacen. Entonces no son católicos; el católico soy yo.

Ángel Flores / Agencia EsImagen

La marcha

En la calle que oculta al santuario hay un enorme altar a la muerte, más expuesto, en el que varios van y dejan montones de bolsas de mandarinas y arreglos florales.

Casi todos se esfuerzan por mostrar que creen en ella: un tipo tiene pintado su automóvil con dibujos de la muerte, otro está tatuado desde los brazos hasta el cuello con guadañas y túnicas; el mismo Arnulfo trae puesta una camiseta con un ángel cadavérico.

En algún lugar de la calle hay una bocina de la que sale Bésame mucho, y un muchacho de camiseta sin mangas empieza a bailar con la imagen negra de la Santa Muerte que sostiene entre los brazos.

Mario Galeana

Tiene esa mirada de chico duro que ha vivido todo y cuando le pregunto su historia sólo me dice que se llama David, que gracias a la Niñita aguantó tres años en la cárcel, y que por ella es que ahora cree en Dios.

En general, no es una multitud que suele aparecer en la portada de las revistas sociales. En el aire flota un olorcito leve a marihuana, que no espanta a nadie: ni a los niños que se corretean entre sí, ni a las madres que sostienen las imágenes de la muerte como niños Dios.

El sonido del mariachi anuncia el inicio de la procesión, y ahí van todos. Cientos forman una larga fila de hombres y mujeres que alzan lo más que pueden sus estatuillas, y que echan porras, rezos y cantos para la Niña Blanca.

“¡La Santa, la Santa, la Santa está presente!”, gritan entre el sonido de los cláxones. La gente que los ve, que los escucha, pasa de largo. Son casi siempre las mujeres mayores las únicas que hacen gestos de reprobación y rechazo. Los niños miran con miedo y los adultos con cierto asombro.

Cuando la procesión vuelve al santuario, unos cuantos se apretujan junto con sus imágenes en el pequeño lugar y escuchan misa que dicta un hombre al que llaman “el padre Manuel” y, en general, la celebración es igual a la que se oficia en cualquier iglesia Católica, salvo porque, al finalizar, se entonan cantos y rezos especiales a ella:

“Permíteme, amada muerte, que los ojos de mis opositores no vean mi presencia ni las huellas de mis pasos que conducen a tu templo, donde majestuosa aguardas paciente al fin de los tiempos. Amén”.

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