Me lo contó la Luna
Por: Claudia Luna
Hoy salgo a correr después de cuatro meses de inactividad causados por una lesión en el tobillo. El día que me lastimé, corría de regreso a casa. Iba llena de energía mientras imaginaba a mi papá echando su carrerita de las mañanas. Lo sentía junto a mí. “Cómo me hubiera gustado correr a su lado…”, pensaba. Para hacer más vívidos mis recuerdos, cerré los ojos y, casi de inmediato, sentí cómo pisaba el borde de la acera y se me doblaba el tobillo. Se interrumpieron mis ensueños. Me quedé sentada en el piso esperando a que Carlos, mi hijo, me ayudara a volver a casa.
Después de meses de terapia, hielo, masaje y dolor, salgo de nuevo a caminar. “Sólo caminar”, me digo. Pero al llegar a la reja donde, antes de la lesión, solía comenzar a correr, no me puedo resistir y comienzo un trote. Es una reja larguísima que resguarda un fraccionamiento o, al menos, a mí me pareció casi interminable la primera vez que intenté correr hasta donde terminaba y sólo logré llegar hasta la mitad. De vuelta en mi calzado deportivo, empiezo a correr con muchos pensamientos cruzándome por la mente. Los dejo pasar. Y miro los árboles despeinados formados uno tras otro a lo largo de la acera. Al otro lado de la reja metálica, veo los hoyos donde antes del huracán había más árboles. Sigo corriendo. Recorro la reja de ida y vuelta. Continúo a toda velocidad. Subo al máximo el volumen de mi iPod. Con la música a todo por fin sucede algo maravilloso. Siento las piernas fuertes y el corazón latiendo, ya no hay pensamientos, no hay dolor. Corro y ya nada importa. En ese momento soy feliz, en ese momento soy sólo yo, todo está bien, todo es posible.
Es increíble la capacidad que tiene nuestro cuerpo para recuperarse. Y es que posee memoria de salud. Esto mismo pasa con el corazón. Un día lloramos amargamente pensando que se acabó nuestro mundo para, poco tiempo después, volver a la rutina de antes como si nada hubiera sucedido. Somos capaces de superarlo todo, la pérdida, el abandono, la muerte de los seres amados, los traumas, el paso por los infiernos... todo. Somos sobrevivientes natos. Desde nuestros ancestros, tenemos la información genética para curarnos, adaptarnos y evolucionar.
Tal vez por eso, porque está en nosotros la capacidad de recuperarnos, es que miramos de lado a los que no logran sobreponerse a sus traumas y dolores. Solemos cuchichear: “Ya, que lo supere”. También, evitamos acercarnos a los enfermos terminales o crónicos. Y si es una situación ineludible, entonces los visitamos y saludamos a la distancia. Lo mismo sucede cuando vemos a alguien con deformación o daño mental, no podemos evitar sentir un escalofrío. Ese querer poner distancia pudiera ser nuestro instinto de auto conservación, ese llamado a la vida y a la permanencia que oímos desde que el primer hombre puso un pie sobre la tierra.
Así pues, nos rodeamos instintivamente de gente bella, sana, divertida, inteligente y capaz. Tal vez es insensibilidad o instinto de supervivencia o, tal vez, no queremos ver nuestro propio e imperfecto reflejo humano.
Corremos del pasado al futuro sin parar en el presente, vamos del miedo a la esperanza sin habitar nuestro cuerpo. Olvidamos que nuestro cuerpo, nuestra mejor herramienta, sólo existe en el presente.
