Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Hubo en la casa un Maquinoff, y aunque le decíamos “maquinó”, una prenda memorable, que era una especie de chamarra que mi padre –en su época de bracero–, trajo de Estados Unidos. Un abrigo a cuadros cafés con blanco que pasó por la talla y el uso de varios de mis hermanos. Yo debía ser el último en usarlo, con la ilusión de que en algún momento sería el feliz poseedor de tan preciada prenda, pero no sucedió. El maquinoff querido, no llegó a cubrir mis fríos, ni tampoco tuve una chamarra color miel de pana, que en ese tiempo, estaban de moda entre “los norteños”, como le llamaban a los que ya se les decía “espaldas mojadas”. Una de aquellas chamarras, era la que soñaba tener como las de algunos de mis amigos a los que sus padres o sus hermanos mayores, les traían del otro lado. Las razones, por las que el maquinoff, no llegó a mi vida, siguen siendo un misterio en mi memoria, pero supongo que después de haber sido usado por al menos tres de mis hermanos mayores, llegó hasta mí ya sumamente usado y quizás era el momento que la prenda había alcanzado la tipificación de “reliquia querida”. Tal vez cuando pude darle la talla, ya era una pieza que estaba lista para el museo de los recuerdos familiares.

El hecho es que yo nunca lo usé y nunca el maquinó, fue mío. Aunque un día lo vi en el cuarto de la ropa que ya no se usaba y me lo medí a solas con la sensación que estaba cometiendo un ilícito, porque sabía que no debía tocarlo. El maquinoff no sería para mí, porque ya había alcanzado el rango de tesoro. Y me pregunto qué fue de él, porque no había en mi casa prenda más resistente y durable. Estoy seguro que en alguna región familiar, deberá estar guardado.

Era numerosa la mitología que giraba en torno al maquinó. Mi padre lo había traído a principios de los años cincuenta como un regalo para alguno de mis hermanos a quien le quedó a la medida y así fue pasando al que seguía en la fila familiar. Era famoso el aguacero del que sobrevivieron mis hermanos y el hecho de que mi hermano Noel llevaba puesto el maquinoff, al que no le penetraba el agua y que durante el camino, pesaba como un bulto de arena y mi hermano parecía cargar una anega de maíz. Y de allí el aprecio por esa rara chaquetilla o abriguito que había llegado “del norte”.

Y estoy cierto, que no será difícil encontrarlo entre las cosas que han quedado por ahí en la casa que fue mi casa, entre ese mundo de reliquias verdaderas que mi madre atesoró de la niñez de sus hijos y que algunas veces nos mostraba, como para salvaguardar la memoria de un amor que fue único y de imposible retorno, un amor que solo sucede allí, en el tiempo preciso y no en otro, ese amor que contiene la ternura absoluta que nada más vive una vez entre madre e hijo. A mí ella llegó a mostrarme un cuaderno de tercero de primaria donde yo garabateaba versos chuecos y extremadamente extraños, pero no me lo dio, porque también era una manera de quedarse con las cosas hermosas de la vida que no volverían (lo comprendo ahora que lo escribo). Veo al niño que fui con las cosas que no pudo poseer y que se fueron quedando en el camino como cosas prohibidas, o como esos aranceles impagables que no cruzan las fronteras del tiempo. Cosas que vamos perdiendo, como se pierden los juguetes que nos fueron abandonando, porque crecer es sinónimo de seriedad y labores de preparación. Había que dejar atrás aquellos trastos que no pertenecían a la edad y hacerse “serio y grande”, porque aquello era el objeto de la vida. Pero nadie nos enseñó a soportar la nostalgia, ni a entender esa contrariedad que es crecer y volverse un irremediable adulto. 

Aquel Maquinoff –junto con un tractorcito metálico con las llantas traseras perfectas que parecían de verdad–, se convertirían en objetos de alto valor porque habían sido traídos “del norte”, esas tierras que vivían en la mitología de mis amigos, porque casi todos tenían familiares allá, en aquella lejanía que era el símbolo de la prosperidad y a la que mi padre, categóricamente había renunciado, cuando se dio cuenta de la discriminación a la que los braceros eran sometidos, y que la mayoría de sus compañeros, no alcanzaban a descifrar por la ignorancia que a decir de mi padre, les oscurecía todo.

–Lo que  no les dejaba ver el maltrato de los gringos –me dijo un día–, era la ignorancia.

No se daban cuenta que nunca serían ciudadanos de aquel país y que aquellos patrones nunca los dejarían de tratar mal, porque eran capaces de no darles una chamarra en pleno invierno, mientras que bajo las duras heladas, los hacían trabajar dándole de comer a los animales en los pastizales de las granjas y que en opinión de mi padre, eran mejor alimentados que los propios braceros. Nada más había que esperar con los malos tratos y un día mi padre no volvió a aquel país, porque no quiso ser humillado en Monterrey con los baños colectivos a manguera con insecticida, ni quiso volver a la revisión del cuerpo desnudo, como si los mexicanos fueran caballos de carreras o de carga.

El año en que yo nací, mi padre no volvería más a ese país. Ese año, le trajo el tractorcito hermoso a mi hermano. Año en que el maquinoff ya estaba en uso en la espalda de alguno de mis hermanos, pero sobre todo, se erigía la decisión de mi padre de no volver jamás a trabajar de esa manera. Una decisión que también se volvería un tesoro que yo guardo, con el amor que se guardan las herencias grandes. º

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