Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Durante la estancia con padre y madre, en aquellas tierras norteñas que ahora no puedo precisar el tiempo que duró, y luego de tantas visitas y encuentros con gente extraña entre las que yo era yo el centro de atención, volvió la fiebre, como me había visitado durante el viaje en el tren, pero esta vez, inexplicable y de manera feroz. Era de esas fiebres que pierden a los niños o al menos los separan de la realidad, una fiebre alucinatoria era aquella, espesa fiebre de la que –según mi madre–, salí “de milagro”. Creían que me iba a morir, porque no podían explicárselo. Y ante la preocupación de mis padres, dictaminaron que me habían hecho “maldeojo” y madre, culpaba a una de mis primas en especial, a lo que padre aducía, que fue la mucha gente que saludamos y explicaba como un misterio lo que después se conocería con claridad en explicaciones médicas y comprobadas. Mientras tanto aquello quedaba en los renglones del hechizo, de lo inexplicable y diabólico.
Cuando aquella desazonada fiebre comenzó, me llevaron con el boticario que no supo qué hacer con el cuadro clínico en el que la calentura había subido a los escalones de la alucinación. Asustados, madre, padre y hermanos, decidieron llevarme –por recomendación de vecinos de mis hermanos–, a una casa en Santa Apolonia, municipio de Rió Bravo y ponerme en manos de una mujer que arrastró hierbas y palabras por todo mi cuerpo extendido sobre una mesa. Y para finalizar, con más palabras y vehemencia, rodó por toda aquella extensión corporal del niño que temblaba, un huevo crudo de gallina. Las palabras eran jaculatorias en un tono teatral y de las que recuerdo, sobre todo, una estremecedora sonoridad. Al final de aquella extraña ceremonia, la mujer rompió el huevo en un plato hondo y apareció en el centro de la yema, un ojo negro que miraba como si también tuviera fiebre. Un ojo negro que nos miraba desde el amarillo y blanco de un huevo de gallina desparramado en el plato blanco de peltre. Aquella imagen me pareció algo del otro mundo, aunque de verdad todo en el viaje tenía apariencia de otro mundo; el mismo recorrido en tren, los perros salvajes, el desierto, las planicies inmensas, los campos rojos del sorgo, la gente, las tortillas de harina, las camionetas, el olor al aceite del taller de mis hermanos, unos gallos y gallinas enanas que vi en casa de no sé quién, las carreteras largas, rectas e interminables. Estaba conociendo otro mundo para un niño acostumbrado a las montañas, las carreteras curveadas de Michoacán y otras facciones del campo, aquel mundo, definitivamente era otro.
Guardo de aquellos días, el cariño de mis hermanos de los que me sentía orgulloso y con la alegría de saber que aquellos dos hombres trabajadores y fuertes, eran de verdad mis hermanos y eran reales y ya no eran solamente el símbolo aéreo de un avión que cruzaba el cielo y decíamos siguiendo el vuelo con el dedo índice: “allá van Luis y Guillermo” con una alegría de saber que teníamos dos hermanos que surcaban un mundo al que nadie de nosotros podíamos acceder. Yo ya los había visto en el mundo real y los admiraba porque componían las máquinas de los coches, las camionetas y las gigantescas trilladoras que navegaban por los campos rojos de sorgo. Miraba cómo las máquinas eran desarmadas por las manos de mis hermanos, como si fueran unos magos que todo lo podían arreglar.
El viaje por tren, los paisajes de zonas desérticas, la alegría de avanzar sobre tierras desconocidas e inhóspitas, también me enseñaron que la vida era numerosa y el mundo grande. Guardo aquellas imágenes que se quedaron en mi corazón para siempre y con las cuales vivo creyendo vigorosamente, que el mundo es ancho y posible de explorar. Miré los horizontes limpios que para los viajeros de hoy que escribo, están perdidos porque el tren de pasajeros no existe. Descubrí lo que en los viajes frecuentes de mi vida de escritor, vivía el zumo esencial que hace del explorador, un hombre diestro entre las aspas de la rosa de los vientos. Supe desde entonces que los viajes debían ser parte fundamental en mi vida y lo han sido. Cada viaje que hago hoy, miro con extrañeza cómo la diversidad de los paisajes es infinita y la belleza y lo horrible del mundo tienen el mismo grado de importancia y enriquecen al que observa y es testigo con los cinco sentidos despiertos. Viajo y pienso en trenes, pienso en la extensa arena del desierto, en los animales que miran pasar un tren como una bestia que les quita sueño y territorio. Añoro el tren y cuando viajé en algún tren europeo, fue imposible detener los recuerdos del tren que vi de niño cruzando la campiña y el desierto, los pueblos pobres, los vendedores de alimentos y serpientes, los cactus y piedras a la orilla de la vía del tren que parecían guardias de las tierras rojas de mi país.
Por suerte la fiebre que me había hecho hervir el alma niña con la ceremonia del huevo y el ojo negro –como todas las fiebres–, cesó pronto y mi cuerpo volvió a la normalidad. Estuvimos unos días más en la casa de mis hermanos y al parecer, se anunció la boda del mayor de ellos, a la que volveríamos meses más tarde. El tren y los autobuses, fueron para entonces, bestias conocidas y yo un viajero que comenzaba a ser un ávido explorador.
