La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

De un tiempo a la fecha he estado observando con curiosidad las poses que adoptan los políticos. Poses que, huelga decirlo, aprenden en sus lecciones de comunicación no verbal: ese tipo de clases dudosas que regularmente imparte un analfabeto con título universitario que sólo ha leído un libro en su vida, y aquí me detengo para citar una máxima: “hay que tenerle miedo a quien sólo ha leído un libro”. Así los consultores de imagen. Al menos los que conozco: son hombres o mujeres que repasan toda su vida el mismo libro y se lo aprenden de memoria. Un libro que ni siquiera se remite al estudio serio de los símbolos, sino un libro escrito por otro asesor de imagen que ya le ha visto la cara a más políticos y, por consiguiente, que se ha posicionado entre los asesores encumbrados. Los asesores de imagen no se van a los incunables de simbología. Tampoco se atreven a dar un paso más y echar mano de las teorías del discurso de los sabios griegos o de los filósofos franceses. Y si saben algo del tal Rousseau, eso es que fue un pintor (que no el filósofo) que retrataba gitanos y animales, y lo saben porque de sus paredes de tabla roca cuelgan litografías del así llamado “Aduanero”. Ésa es la verdad. Los asesores de imagen son listillos que se aprovechan del mal gusto y la ambición de sus clientes. No son ni estudiosos ni especialistas en descifrar la psique, pienso. Estos asesores (hablo de los mexicanos, ante todo) van a cursos al extranjero o toman diplomados en línea. Repasan algunos conceptos o párrafos completos y llegan con el político que es, por lo general, un ser ignorante, pero dispuesto a comprar lo que sea con tal de sobresalir y ganar espacio en su clan, y les venden una fantasía pequeñoburguesa-wannabe, o algo peor: una fantasía onerosa que muchas veces los lleva a perder porque los vuelve ridículos y vulnerables. Los asesores de imagen política no ayudan a sus clientes, casi siempre los hunden. Les enseñan cómo hablar, cuando ellos mismos hablan tropezándose con mil lugares comunes. Les enseñan a pararse, cuando ellos mismos son unos desliñados o desaliñadas que ni los tacones aguantan. Les enseñan a leer, cuando ellos mismos no conocen la “o” por lo redondo. Les enseñan a vestir, cuando ellos mismos no tienen un poco del sentido de la estética. Les enseñan a pararse correctamente, cuando ellos están siempre jorobados  y llenos de tics nerviosos. Les enseñan a gesticular, cuando ellos mismos apenas han rebasado el estadio de un autómata. ¿Cómo pretende un político crear empatía si sus asesores los transfiguran en marionetas sórdidas? Por otro lado, ¿cuáles son los políticos que generan amor u odio (o amor-odio) en la gente? Hablemos de AMLO (que dudo mucho que se deje asesorar, y en cierto grado hace bien). Hace bien en ser un necio porque así, siendo necio, exhibe sus virtudes y sus defectos al natural. Andrés Manuel ha hablado un mal español desde que sus papás eran novios y lo sigue hablando. Manotea como bailaora flamenca emputecida cuando se emputece –que es casi siempre–. Saca refranes bobos que son muy populares porque el refrán es popular y los legos son populares. Se viste como le da la gana. Se ríe cuando no se debe reír y repite sus mismos chistes de pastelazo porque a la gente le gustan los chistes de pastelazo. AMLO sabe que la gente que vota por él no es la gente que sabe mucho de política, sino la gente que quiere un personaje cercano, parecido a ellos. ¿Populismo? ¡A todo lo que da! Como populistas eran los Obama, que choleaban  y agarraban el pasito “gang” cuando estaban cerca de los afroamericanos, o que bailaban popcito ligero con Helen Degeneres. O como populista es Trump: un populista impopular por sus manierismos. Trump hace gestos grotescos, da manotazos de maestro cruel de High School, empuja a jefes de estado y desprecia a su mujer en tiempo real. Trump pocas veces “guarda las formas”. La diplomacia no es lo suyo, y aunque sea un muñeco a escala, es un muñeco con voluntad propia. Los asesores no han podido (ni por su bien) maniatarlo ni adoctrinarlo con sus artilugios. Veo una foto de políticos. De políticos no sólo mexicanos, pero en este caso me referiré a los mexicanos. Es un grupo variopinto. Hago un collage. Hay morenos, güeros, chaparros, altos, refinados, salvajes. Todos posan haciendo la misma posición acartonada y ridícula. Una posición de manos que, según los “expertos”, los hace parecer seguros y poderosos. Dueños de sí. Una posición para uniformar la cobardía y la desorientación. Un posición de manos que los asesores les enseñan en clases de miles de pesos: “la posición de campanario”, dicen. Las dos manos al frente (a la altura del ombligo si están parados, a la altura del pecho si están sentados) con los dedos abiertos (tensísimos) y las yemas de los dedos tocándose. Manos informes. Manos de “poderoso”, juran. Manos del que tiene dominio de las circunstancias (lo que no sabe el lector es que aparte de las manos, tienen los dedos encogidos dentro de los zapatos y el ano fruncido). Esa posición de manos que “denota poder”, a muchos nos parece más bien una invitación subliminal al cunnilingus. El tipo de posición que hacen los albañiles cuando se cuentan chistes misóginos. ¡La mano panochera! Esas manos que, juntándose, recrean el umbral al paraíso. La forma universal del coño. Veo a esos políticos en videos, en fotos y en espectaculares, y no me parecen más serios, sino más abyectos. Más falsos. Completamente robotizados hasta para el cunnilingus. La mano panochera puede generar una impresión de dominación, pero no política, sino sexual. Es curioso mirar, por ejemplo,  a Angela Merkel haciendo la “panochiseñal” sin que ella sepa que en México hay una bola de albureros que se ríen. ¡Por qué son así los asesores!, me pregunto. Tergiversan símbolos universales y los degradan a chunga. Ahora que empecé a ver la segunda temporada de “The Crown”, me he fijado bien en las posturas de la reina y de la realeza en general: nada de manos panocheras. La soberana es elegante y sobria. Tiene asesores de primer nivel: gente con clase, con lecturas, con conocimiento de la simbología. ¡Nada de mano panochera! La reina posa de pie llevando sus brazos hacia el vientre, cierra el puño, enérgico, sin embargo, hay un guiño maternal en sus dedos recogidos. ¡Nada de mano panochera! Eso en la serie, aunque repaso el ¡Hola! y busco imágenes actuales de la reina Isabel. Sigue siendo regia en su postura. Regia y solemne. Poderosa desde la discreción de sus atavíos. La mano panochera es un invento anodino de seres anodinos como lo son los asesores de imagen política. Los políticos son personas que deben moldearse hasta convertirse en  personajes. Pero, ¿cómo levantar a un personaje del fango si no se tiene cercanía a la literatura, cuya materia prima son los personajes? Cito a Stevenson: “No hay empresa más delicada que la de componer un personaje seleccionado y describiendo un puñado de actos, unos cuantos discursos, tal vez, unos pocos detalles de su aspecto físico y conseguir que resulten coherentes(…) La presencia física, el ojo que habla, el comentario de esa voz inimitable, ahí es donde reside el hechizo”. Leyendo esto no puedo más que imaginar a Dr. Jekyll o a Mr. Hyde asesorados por un Community Mánager al estilo Víctor Gordoa (uf).  Al doctor entrando a su buhardilla poniendo la mano panochera. A Mr. Hyde, saliendo a matar gente, caminando seguro por las calles de Londres, con su ¡mano panochera! Más que grotesco, la pose lleva consigo un mensaje ulterior: quien hace la mano panochera probablemente tenga un problema de esfínteres, y el pánico escénico lo domina a tal grado que prefiere parecer maniquí de sex shop a una persona respetable a quien confiarle cualquier Estado.

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