La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Anoche tuve un sueño, que no sé bien si fue sueño o fue la recreación involuntaria de un capítulo en mi vida. Específicamente de mi vida en la playa. Soñé que estaba ahí, en la habitación que el hotel Barceló ponía a disposición de sus empleados. Una habitación grande con cuatro camas individuales, un closet amplio, dos regaderas, dos lavamanos y un retrete. En esa habitación pasaba muy poco tiempo, pues lógicamente nos explotaban laboralmente: más de diez horas bajo el sol o bajo una palapa oyendo bachatas. Yo daba clases de stretching en la mañana y de Pilates a medio día y un poco de yoga por la tarde. He de mencionar que no tengo certificación en ninguna de las tres disciplinas anteriores, pero eso a los dueños del consorcio no les importaba; finalmente las clases se daban a clientes que iban y venían, a gringos o a canadienses o a israelitas o a chinos que estaban una semana y luego desparecían, así que de lastimarse en alguna clase, era poco probable que demandaran… al fin y al cabo, tomaban las lecciones bajo su propio riesgo, y casi siempre las hacían crudos o desvelados, entonces el instructor, en este caso yo, medía los riesgos de lesión según los rostros y los olores: si la mayoría llevaba la cara tumefacta, es decir, hinchada, sabía que no debía excederme ni poner rutinas demasiado fuertes, lo mismo que si al llegar a la clase percibía una peste a alcohol y a ajo: en ese caso era mejor ponerlos a meditar y a estirarse en parejas para que pudieran manosearse, por lo tanto nunca tuve algún problema de lesiones, y mis alumnos del día se iban felices creyendo que hacían mucho ejercicio y yo me retiraba con los bolsos llenos de dólares. Las propinas no eran malas, y junto con mi sueldo, al final de mes me daba la gran vida. Y… ajá, soñé con esos días, pero en específico con el cuarto que compartía con Patricia, Ana y Ale. Todas éramos muy distintas: Ana era española y le encantaba ligarse a latinos prietotes y marcados. Ale era una “niña bien” de Polanco que llegó a trabajar sólo ese verano para huir de la casa materna, mientras que Paty era una jarocha a toda madre, sin broncas, con agallas y con un gran corazón. Con ella empaté mejor a pesar de que era mucho más chica que yo. En realidad yo era la vieja del grupo. Las cuatro seguían solteras y estaban en un descanso de la universidad, en cambio yo era ya una mujer divorciada, con hijos y con el futuro en vilo. Al escuchar mi historia, todas se quedaban boquiabiertas. ¿Cómo era posible que hubiera renunciado a una vida perfecta rodeada de comodidades para irme a ciudad de nadie, con un sueldo promedio y un calor de la chingada? Pues así fue y no me quejaba. Por las noches, las compañeras y yo salíamos a los bares y las discos de Playa del Carmen. Llevábamos a grupos enteros de turistas en una camioneta van con la que nos apalabramos. Patricia era siempre el alma de la fiesta, además hablaba mejor el inglés que las demás. Mi rol en el grupo era ser la cuidaborrachos. No sé, quizás por mi experiencia en ese tenor, sé perfectamente qué fase antecede a otra en la embriaguez, así que era mi responsabilidad evitar que los gringos y los chinos y los franceses acabaran debajo de la mesa. A la distancia, mis familiares y mis amigas de siempre envidiaban mi trabajo: “vives para divertirte y te pagan por eso”, murmuraban. En parte era real y en parte no, ya que nunca será lo mismo ser el huésped a ser el servidor. Yo era la empleada en una maquina de la felicidad. Mi uniforme era un bikini y traía un bronceado envidiable, pero el tiempo cobró puntual la factura por tantas malpasadas: mi estómago reventó, mi piel se manchó y por más que los años pasaron, jamás pude recuperar esas horas de sueño, por lo tanto, de neuronas aniquiladas. Repito: el sueño de anoche no fue sobre la fiesta y el sol, ni sobre los Adonis que conocí. El sueño transcurría en la habitación que compartí con esas chicas que me hicieron más ligera la carga. Mi cama era la más austera de todas, pues al ser la tránsfuga del grupo, no llevaba un peso en la bolsa como para darme el lujo de comprar sábanas nuevas, entonces usaba las sábanas blancas que cubrían los colchones. Las camas de las otras tenían sábanas buenas, de suficientes hilos y hasta edredones (llegué en invierno y hacía frío). Las otras chicas eran hijas de familia y a cada rato sus padres les mandaban viandas y dinero, así como ropa nueva y gadgets. Yo en cambio era feliz en mi cama sin colcha y usando las mismas garras casi todos los días. Mi teléfono celular era un Nokia clásico con pantalla en blanco y negro que sólo utilizaba para dar señales de vida en casa mediante mensajes de texto. Ahí fue la primera vez que vi un iPhone y me pareció una cosa de otro mundo, sin embargo, no codiciaba tener uno. En sí, el sueño me recordó lo feliz que era con casi nada. No me encantaba levantarme tan temprano ni tener un jefe (jamás había tenido uno), pero cumplía con lo mío sin quejarme y sin generar problemas. Recuerdo que tanto en el sueño como en la realidad una serie de elementos me conmovieron, por ejemplo, la noche de navidad que pasamos Patricia y yo en esa habitación poco cálida, cuando, hartas del bullicio de la calle y la playa, salimos al supermercado y compramos salmón ahumado, un queso azul, lomos ibéricos y vino. Un vino barato chileno que hoy no lo tomaría ni aunque me lo regalaran. Llegamos a la habitación, pusimos música y abrimos la botella con el viejo truco de la moneda. Hablamos hasta el amanecer de nuestros respectivos planes. Ella tenía muchos y muy ambiciosos. Yo sólo anhelaba hacer tierra de nuevo y tener una familia. “La minimalista”, me decían. Porque mi cama era uniformemente blanca a falta de sábanas, mi closet estaba vacío y usaba siempre los mismos zapatones negros de plataforma. El sueño me regresó a ese estadio en el que no se necesita de grandes cosas para ser feliz. Despertando analicé el tema y por un momento sentí esa paz que nunca he vuelto a tener. Luego salí de la recámara y la maquinaria de la señora insaciable se echó a andar sola. Una lista de pendientes y de “cosas por comprar” me esperaba en el comedor. También un libro que no puedo terminar y una junta en la escuela y llevar el carro al taller y recibir los regalos que tan amablemente nos mandan en esta fecha. Y miré mi mesa y mi cama y mi árbol de navidad: son verdaderos monumentos a la megalomanía. ¿Está bien o está mal? ¿Estoy bien o estoy mal?
Suena el teléfono. Me avisan del Palacio de Hierro que acaba de llegar mi iPhone nuevo y ya puedo pasar a recogerlo.
Sonrío pensando en el viejo Nokia blanco y negro, y me cacho musitando lo mismo que balbucea mi hija cuando le digo que es una niña mimada: “Es lo que hay, y yo no pedí nacer”.
