Me lo Contó la Luna 

Por Claudia Luna / [email protected]

Hace unos días visité el Museo de Arte de Boca Ratón. Su edificio es de techos altos con galerías que se perciben pulcras por sus muros blancos. Los visitantes parecen sentirse a gusto y lo recorren a sus anchas. En este museo se presentan exhibiciones de calidad y, por lo general, la variedad es amplia, para todos los gustos. Cuando lo visito siempre encuentro alguna pieza que me cautiva y  me hace sentir feliz al contemplarla.

Sin embargo, esta última visita fue diferente a otras. Tal vez estaba más receptiva o simplemente contenta. Había tenido un buen día. En la mañana había ido al consulado para sacar mi pasaporte mexicano, también había platicado con un amigo entrañable por teléfono. Pero no era sólo eso, ese día me sentía en paz.

Mientras deambulaba por el museo, entré en una de las salas donde se exhibía una colección de cerámicas. El impacto que me causó fue tal que no pude seguir adelante. Me quedé clavada en aquel sitio con el corazón latiéndome muy fuerte. Frente a mí había pequeños floreros, vasijas y jarras policromados que estaban resguardados por capelos. Eran piezas irregulares que explotaban con color.
Brillantes rojos que chorreaban gris metálico. Verdes olivo salpicados de tonos naranja. Me fascinaron nada más verlas. No podía quitarles los ojos de encima. Sólo quería contemplarlas, no sabía quién era el autor de estas obras maravillosas. A primera vista, tampoco sabía a qué periodo pertenecían. Pero eso no era importante. Lo importante era mirarlas, pues mientras lo hacía sentía que me metía dentro de ellas, me convertía en cada una de sus líneas, de sus manchas. Bella y real como esas piezas.

No sé cuánto tiempo estuve ahí parada contemplando las cerámicas. Cuando por fin pude moverme, subí las escaleras y entré en una exhibición de pintura y cerámica. Empecé a mirar a los visitantes. Se acercaban lentamente a las piezas, con respeto y distancia. Claro que eso era normal porque estábamos en un museo. Entonces también me acerqué para observar una pintura que había visto en otras ocasiones. Esta vez me sorprendió de manera diferente. Me quedé mirando un pequeño detalle y encontré ahí un universo. No miraba la pieza completa, pues me parecía abrumadora por su belleza, miraba sólo una parte, un detalle. Distinguía un cosmos en las capas de color  sobrepuestas, en las veces que el artista había incidido sobre la pieza y en los registros que había dejado. ¿Cómo pudo el artista decir tanto? ¿Cómo pudo decirlo de manera tan perfecta?

El cuadro era un gallo orgulloso, pero el tema era sólo el pretexto para mostrar el alma. La pintura estaba viva y atrapaba la atención de todo el que pasaba por ahí. A ratos perecía gritar y a ratos sólo cantaba.

¿Por qué el arte es importante? ¿Por qué es tan codiciado? ¿Por qué cuando suenan los tambores de la guerra las personas enrollan sus obras de arte y corren con ellas bajo el brazo? ¿Por qué construimos museos como si fueran catedrales donde visitamos y adoramos las obras de arte? ¿Por qué tanta fascinación? ¿Por qué necesitamos poseerlo?

William Shakespeare nos llamó los
perros de la guerra
en una de sus novelas. Muy probablemente lo somos. Basta con echarle una ojeada a las noticias o a un libro de historia cualquiera para corroborarlo, pero a pesar de eso los seres humanos también tenemos algo de divino. Fuimos tocados por Dios y el arte es la prueba física de que hay divinidad en la raza humana, de que tenemos esperanza y vale la pena apostar por nosotros.

El arte logra quitarme el aliento, me hace soñar y me regresa a la niñez. Miro y
vuelvo a creer.

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