Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Se llamaba Ruth y era una niña de primero cuando yo ya estaba en segundo de la secundaria. Había un rango del que yo me sentía orgulloso y mayor frente a los nuevos que habían llegado a la escuela. Pertenecía a una especie de clan en el que un año de permanencia, nos daba la autoridad de ver pequeños a los que llegaban desconcertados, como espantados gatitos a los que los espantan hasta los ratones.
Ella iba caminando con dos compañeras suyas y yo desde que la vi, imaginé que todo sería posible, que con toda seguridad sería mi novia (cuando poco sabía yo de noviazgos). La seguí caminando sin que se diera cuenta, acompañado de algunos compañeros que me empujaban a que me acercara a ella y le declarara mi amor. Íbamos por la calzada que bajaba desde la secundaria y aquellos amigos jugaban a empujarme para persuadirme al abordaje. Y entre negativas mías, sus empujones no prosperaron, porque les dije de manera tajante, que no necesitaba que me empujaran, que iría yo solo. Aquel deseo de ser adulto, de ser un joven maduro, estaba en mi respuesta, como si les reclamara sus conductas infantiles y les diera una lección a mis amigos, para que aprendieran, que en cosas del amor se debe ser maduro y comportarse con la seriedad que el caso necesita.
–Órale pues –me dijo Benito–, pero tienes de plazo hasta el puente.
Así pactamos y seguimos caminando sin prisa. Había una emoción y una perplejidad que volvería a sentir poco tiempo después en mi pueblo con la hermosa Irma, en cine del padre y en gayola.
La realidad de aquel momento, era que no me atrevía a decirle “¿te acompaño?”. Temía todo, hasta que me dijera que sí, que la acompañara, porque después qué iba a hacer, que debía decirle, qué le iba a platicar, como comenzaría una conversación con una mujer que me gustaba y de la que había construido una figura completamente distinta a lo que en mi imaginación, pasaba con los libros que secretamente leía. Allí era la realidad. En la imaginación, bien podía ser un personaje que capitaneaba un barco; o ser marinero en la alta mar y en cada puerto tener amores, o un cazador de bestias enormes en una selva, como las que me había enseñado Salgari. Pero ahora allí, caminando tras mi destino amoroso, no podía imaginar ninguna hazaña de las que era testigo en los libros que leía uno tras otro. Me sentía pequeño, tenía un miedo mineral y en verdad, hubo un momento en que quise echarme a correr en sentido opuesto al que íbamos todos. Pero no, ya había dado mi palabra, de que iba a abordar a la mujer de mi vida. El estremecimiento de las emociones en esa edad cuando suceden los descubrimientos amorosos, hace que el corazón se abisme, que creamos de verdad que todo es posible, y como en la embriaguez, todo ha de ser mío; y el mundo era mío, incluida aquella niña morena que estaba persiguiendo como el cazador a la presa. La decisión estaba tomada y la moneda en el aire.
Vino el momento que sus amigas vieron a los perseguidores, y recuerdo que ella volteó, nos miró, y se echaron a correr. Nosotros corrimos también, hasta que disimuladamente normalizaron el paso y el recorrido siguió. No sabía qué hacer y de nuevo me dieron ganas de rajarme y pensé en inventar un muy buen pretexto para deshacer, algo así como la apuesta, contra mí mismo y contra mis amigos, que con sus respectivos objetos de su amor, también temían y entre nosotros, todos necesitábamos empujones.
Era más alta que yo, pero mis amigos me habían dicho que eso no importaba y lo que mis amigos decían era ley. (¿Por qué los amigos –aunque sean unos cabrones, se convierten en ejemplos?). Los ánimos estaban dados, por fin “me le aventaría” a la muchacha morena que ahora entiendo, tenía un rostro del estilo de mi madre y los labios con la figura de corazón, como los de mi madre (dirá un psicoanalista que allí está la explicación “de todo”, no lo creo, pero ahora lo celebro y también en esas explicaciones me reconozco). Llevaba el pelo trenzado y era un cabello negro el suyo, como el mío. En aquel momento, imaginaba que la tomaría de la mano y sin importar la estatura, la llevaría al zoológico y si todo salía bien, al cine (¿Por qué para el amor se busca la oscuridad?).
Cuando llegamos al puente que cruzaba la calzada, henchido por el valor que me daban mis amigos, la alcancé y le dije lo que le debía decir. Vi oscuro y pensé en una tormenta. Me miró como si hubiera visto a un ser de otro mundo y como una bocanada de fuego, me respondió que no la molestara, que ella tenía novio o algo así balbuceó y más. Era una negativa enérgica, como si estuviera enfurecida. Yo me quedé parado pateando el aire y a la espera de mis amigos. Cuando llegaron, vino la ráfaga de preguntas. Las contesté con una mentira:
–Me dijo que mejor mañana.
La justifiqué y yo me protegí de la humillación de la que había sido objeto. Temí que mis amigos hubieran escuchado, pero aquello no era todo, porque lo que también me dijo, fue que estaba “muy enano”. Un cuchillo me traspasó. Vi sombras. La justificación era vergüenza, desazón, hundimiento y después tristeza. Nunca les dije a mis amigos cuáles fueron las palabras, que tal como llamaradas, salieron de mi boca y como si lo dicho fuera el acto de lanzarle un cuchillo por la espalda mientras se marchaba.
–Te amaré toda mi vida –le dije como si me defendiera de la lluvia de flechas que fueron sus palabras–, te amaré toda mi vida –repetí pateando el aire y bebiendo el fuego que en mi corazón se apagaba.
