Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Ahora cae la tarde en la ciudad de México. Bebo una cerveza en la barra de la cantina “La Opera” y la memoria me devuelve otros sitios de la ciudad de hace años, cuando quise hacer mi vida en esta urbe. Vuelvo la mirada a la ciudad aquella en la que no fui feliz, pero en la que aprendí que el mundo también tiene ese tamaño en el que uno es nadie. En esta ciudad incomprensible, terrible y hermosa, donde sus habitantes, pasan la vida creyendo vivir en el centro de un universo único, construido por ellos mismos y puede verse, en la personalidad misma de los llamados capitalinos.

Vine a esta ciudad a descubrir el teatro, digamos, hoy mi segundo oficio. Y ese era mi único remanso necesario, el único motivo que evitaba depresiones y hasta ganas de morir. Pude conocer el arte de la representación con suma propiedad, porque quería yo saber, cómo se debía hacer el teatro en la vida y asumirlo como un oficio. Quise ser actor, es cierto, pero me estremecía el sueño por dirigir las obras que amaba y escribir otras que me dictaban mis frecuentes pesadillas.

¿En qué ciudad se es feliz cuando la oscuridad y el miedo acechan? Y sí, tenía miedo de perderme cada vez que salía a la calle y me costaba orientarme. Me imaginaba perdido en aquellas calles imposibles. Un día sin dinero y bajo la noche, lejos de donde dormía, tuve un miedo mineral, un miedo y una desesperación totales, que me llevaron a pedir dinero para llegar a sitio seguro. Y un hombre –ángel debió ser–, me extendió el dinero suficiente para un taxi. Así fui de regreso a la Central del norte, que aún era mi hotel y el único sitio con el que tenía familiaridad.

Pero había que ir a la “ciudad grande”, como lo refiere José Martí, porque en ella estaban los bienes y el conocimiento de lo que yo había comenzado a desear y que sería como un sueño grande, un sueño que equivalía –otra vez–, a dejar más de mí, a desprenderme de muchas más sombras que no tenían que amargar la vida de aquel joven que quería con todas sus fuerzas, ser un artista. Y siguiendo el consejo de Sergio Magaña, cuando se despidió de nosotros sus alumnos en Morelia y después de habernos dado clases –para mí– inolvidables, tuve que irme.

–Tú vete a México si no quieres que se te pudra el alma –me dijo categórico.

Fueron ley aquellas palabras que me decía Sergio, con un poder al que me vi sometido, eran las palabras de uno de los mejores dramaturgos de habla española, aunque eso lo sabría mucho más adelante, porque tampoco olvido la visita que le hice a su departamento en el que me recibió, y ebrio a la una de la tarde, me dijo que no sabía quién era yo, pero que seguramente tenía hambre y que me preparara un sándwich. Yo desconcertado le dije que sí, que me lo prepararía.

–Gracias Sergio –le dije, porque nunca le dijimos maestro.

Y mientras me miraba preparar aquel luminoso emparedado, soltó una carcajada y me dijo:

–Claro que sé quién eres ¿Y qué andas haciendo aquí?

–Usted me dijo que me viniera.

–¿Yo te dije? Ha de haber sido mi otro yo –respondió sin dejar de reír.

Después, dijo algo así como “cierras la puerta”. Se fue a su recámara y se durmió. Me marché después de comer además algunas frutas. Cerré la puerta y caminé por Reforma con la tristeza de no tener a nadie, de no saber qué hacer en aquel sábado melancólico y hermoso. Llegué hasta la Alameda y vi personas que imaginaba que tampoco tenían a nadie. A Sergio Magaña, ya no lo volvería a ver, hasta años después en Morelia, cuando se estrenó su obra “La última Diana” y pude saludarlo. Aunque no supe si me había reconocido, pero ya no me importó. Él –ya lo he dicho– me animó fervientemente a nunca dejar el teatro, a no abandonar esa fiebre por el escenario, que hasta hoy sigue siendo uno más de mis paraísos encontrados y eso bastó.

¿Y cómo olvidar la Central del Norte donde dormí por dieciocho noches en sus pasillos y en una bolsa para dormir que me regaló un amigo de la escuela de veterinaria. No olvido la calle 5 de mayo, Bellas artes, CU y la Facultad de Filosofía y Letras, el Parque México, la Alameda, las librerías de viejo del Centro, en las que pude comprar un ejemplar de las “Elegías de Duino” de Rilke de verdad barato, que me dio tanto consuelo. Me acuerdo bien de un desayuno delicioso en el extinto Café París y una visita a Garibaldi con un compañero de la escuela y de la que guardo en la memoria, canciones de José Alfredo Jiménez, que muchas veces me hicieron llorar. Y tengo presente la calle Monterrey dónde conocí a Oscar mi amigo, el mejor Dramaturgo que he conocido.

Hoy que he caminado por las calles de la Colonia Roma, veía la diferencia de la gente tan distinta a la que vi por aquellos años de principios de los ochenta, en que el teatro y la poesía eran mi abandono, mi soledad de joven y mis motivos para replegarme y no vivir la realidad de mis mocedades. Tenía por mía la música y era Pink Floyd como una especie de monumento donde veía la muerte, como un dardo enfrente que sonaba en una grabadorcilla pequeña. Pero me alegraba Vivaldi como una esperanza que poco comprendía y tenía sueños alegres para la vida de un joven solitario que esperaba algo parecido al triunfo.

Estudiaba más que vivía. Leía con el entusiasmo que nunca se ha vuelto a repetir ante lo nuevo. Descubrí la hechicería de la dirección escénica en el pizarrón de Héctor Mendoza y supe de la composición dramática, bajo la seriedad, la sabiduría y la claridad de Luisa Josefina Hernández. Estas pocas cosas, le agradezco a la vida en esa ciudad a la que nunca volví, ni tuve intenciones de vivir de nuevo en sus tumultos estentóreos, ni en sus agujeros, ni bajo su opaco cielo. Quizás por eso ahora me gusta visitarla por muy poco tiempo y recordar con alegría aquellas tristezas.º

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