Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Mi padre tocaba la guitarra y el violín. Cantaba muy bien y le gustaba al grado que durante
su juventud, ya casado, se formó una orquesta en el pueblo y él era uno de los integrantes.
Siempre recordaba las anécdotas del trompetista desafinado –amigo suyo–, que echaba a
perder los ensayos con su desafinación y falta de cuadratura, pero era imposible huir de él,
porque con su trompeta muy limpia, era el más cumplido y el primero que llegaba a los
ensayos “y además era buena gente”. Todos admiraban fervientemente al músico de
Teremendo que iba a enseñarles “la nota” y a dirigir la orquesta. “Un musicazo en serio, que
adivinaba los tonos de un jalón”, decía mi padre.
–Ese don Gorgonio era un artista natural– celebraba–, tenía paciencia de enseñar y dirigía
como los grandes.
Los sueños de mi padre estaban en la música o en un día poder escribir los guiones de “los
coloquios” que presentaba el cura en semana santa. Lo segundo le atrajo, desde una vez que
ayudó en la preparación de las tres caídas en las que uno de sus mejores amigos, representó a
Jesucristo y él estaba entre los que dirigieron la escena. Claro que no era allegado a la iglesia,
por el contrario, desde que fue niño, detestó la figura del sacerdote y más tarde que se volvió
socialista y leía la revista de la URSS, su alejamiento fue definitivo. Su enemistad con las
“enaguas de los curas”, trascendió por el resto de la vida, pero quizás la semilla de su
desapego, estuvo en un suceso de su niñez, justo cuando fue acólito. Narraba que un día,
antes de comenzar la misa, mi padre –tal vez de siete años de edad– jugaba con una pelotilla
rebotándola en el suelo y el cura, del que no recordaba nombre, le quitó la pelotita
diciéndole que en el templo no se jugaba y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Él tuvo
que obedecer y quedarse callado, pero miraba con furia al sacerdote oficiando. Avanzada la
ceremonia, a mi padre le correspondía llevarle algunos objetos al cura y lo hizo. Frente a él,
soltó su reclamo y amenaza como un dardo:
–Sino me da la pelotita, no le doy nada –le dijo sin dejar de mirarlo a los ojos.
Y colocó los objetos contra su espalda. Cuando el sacerdote vio que aquel niño hablaba en
serio y no había más remedio que devolvérsela, se levantó la sotana frente a los fieles, la sacó
del bolsillo y le devolvió la pelotita roja. Y así fue como le entregó lo que hasta ese día, fue su
última tarea como acólito. Al término de la misa, mi padre no esperó a que le dijera nada.
–Le dejé las enaguas allí en una mesa y me fui, antes que me regañara.
Nunca volvió a los inútiles oficios de ir a la iglesia.
–Los curas son unos mentirosos que abusan de los pobres –llegué a oírle decir y le concedí
razón.
En las reuniones de Año nuevo, él relataba sus recuerdos y las anécdotas que ya todos
conocíamos y poco más tarde, sus hijos pedíamos que cantaran mi padre y mi madre, que
juntos, hacían un dueto excepcional. Él acompañaba con la guitarra. Era una delicia
escucharlos cantar haciendo primera y segunda voz con la cuadratura perfecta y la afinación
precisa. Nunca olvido las canciones que en una grabación conservo y que no puedo escuchar
sin lágrimas en los ojos. Yo estoy seguro que a mi padre le gustaba de verdad la música,
porque recordaba con suma nostalgia, aquella etapa en la que quiso ser músico y se iba a los
ensayos de “la orquestita”, como él la llamaba. A la pregunta que alguien de sus hijos le
hiciéramos alguna vez, sobre por qué no se dedicó a la música, declaraba que tenía que
mantenernos y eso de la música era pasajero o “cosa de muchachos”, pero miraba a mi
madre con esas miradas que buscan revisar si lo que se dice, es lo correcto, y no parecía
responder con motivos sólidos la pregunta. Pero no supimos la verdadera razón, hasta que
mi madre contó con cierto humor y sobre todo desfachatez, que las ilusiones de mi padre por
“la artisteada”, se acabaron el día que ella –cansada de la relación entre el alcohol y la
música– le hizo pedazos el violín contra la pared, poniendo fin a sus sueños. Y acabó su
afición a los amigos, los tragos y su vida tendría ya el destino que dio un sesgo del que
tampoco se arrepintió, según decía. Buscó trabajos en donde pudo, como el de irse a trabajar
a la carretera, en la que contaba una anécdota que vivió en aquella región del Estado de
Hidalgo. Una tarde caminaban barranca abajo en las horas de descanso de aquel trabajo de
hacer la carretera a pico, pala y carretilla, dieron con una casita sola en el corazón de la
barranca. Se acercaron. Había un ataúd y un hombre llorando. Los invitó a pasar. Era su
mujer quien yacía en el féretro y él a solas, la velaba. Lo acompañaron. El hombre les pidió
–porque era costumbre en la región– que le cantaran a su mujer, porque él no sabía hacerlo.
Mi padre y el compañero que era de un pueblito de Guanajuato, se quedaron perplejos. A
ellos les parecía una locura eso de cantarle a los muertos. Pero antes que dijeran que no, el
viudo, les ofreció un pago a cambio de su canto. Mi padre accedió y con una guitarra que
allí estaba, comenzó entrelazar rasgueos y al vuelo compuso un verso que cantó bajo una
tonada larga, tristísima que decía: “Te fuiste y me dejaste/enmedio de estas barrancas/para
acordarme de ti/déjame tu enagua blanca…” aquel hombre lo interrumpió y bañado en
llanto, le dio el dinero a mi padre, le pidió que se callara, que mejor no cantara aquello tan
triste que le hacía llorar más.
La reflexión que mi padre hacía al respecto, era sobre cómo la música podía hacer llorar a
un hombre con tal fuerza.
–Sólo la música lo puede todo– decía con nostalgia y lo pronunciaba con claridad, delante
de mi madre, mirándola directo a los ojos, como si fuera un reclamo.
