Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Cuando llueve, en el preámbulo a la llegada de la lluvia, siempre he tenido una brizna de temor que poco a poco se ha quedado atrás. Y ahora que ha pasado gran parte de la vida, creo entenderlo con cierta fortuna. Y es que muchas cosas –lejos del psicoanálisis– las he ido comprendiendo gracias a la lectura de novelas, a una larga fila de libros de poesía y a la observación de la vida propia y la historia vivida. En consecuencia, las afectaciones del pasado me han hecho menos daño. Y es que creo que en ciertos sucesos que se nos hicieron traumatismos en la vida adulta, se puede bucear y explorar por todas las vías de comprensión posible y saltarlos o aplastarlos también con el mismo goce, con el que aparecen en las heridas del inconsciente. Y respecto a la lluvia, tal vez de ese tipo de astillas me quedaron, llagas del miedo en la memoria que tanto costó controlar.

Lo primero que presiento de una tormenta que se avecina y amenaza con truenos y aire, es que vendrá una catástrofe. Y esa sensación de miedo, fue disminuyendo conforme fui escribiendo la poesía que me fue dado escribir sobre la lluvia y el aire. Hay un libro (inédito hasta ahora que escribo) sobre el aire y en uno de los poemas más extensos, habla el niño que lloraba cuando hacía aire.

Y es que ahora que escribo está nublado y hace aire, pero recuerdo con claridad –porque la memoria es un pez–, lo que me trae de aquella noche de 1967. Era agosto y como cada noche, estábamos en la plaza hasta que mi padre cerraba su negocio. Había que estar pendientes cuando cerrara, porque de regreso a casa, había que cruzar una zona de oscuridad muy larga y lo mejor era ir con mi padre, mi madre, mis hermanos y los demás que regresaran, incluyendo los vecinos de San Juan que como mis hermanos y yo, también iban a la plaza a jugar. Los juegos eran variados entre los amigos de mis hermanos. Recuerdo por ejemplo, un juego (tal vez “la roña”) en el que subíamos a “la camelina” –que sin duda era otra especie de árbol, cedro tal vez– por entre una bejuquera que rodeaba aquel árbol altísimo en la esquina norte de la plaza y muy cerca del negocio de mi padre. Jugábamos en las alturas de aquel árbol con la destreza que tenían nuestros amigos de San Juan, para trepar el árbol persiguiéndose unos a otros. O los partidos de futbol contra nuestros enemigos y primos de la plaza. Dos equipos en franca rivalidad en la que había que darlo todo, sin importar nada sobre la cancha empedrada que se formaba en alguna calle de las cercanías de la plaza. Comenzaba los partidos con toda tranquilidad hasta que a la orden de mi hermano Polo, que gritaba: “¡Bruto…!”, los amigos de San Juan –también llamados ”Apaches”–, arreciaban el juego y con la brutalidad ordenada, atemorizaban a los estirados de la plaza pateándoles las espinillas hasta acabar venciéndolos por goliza.

También se jugaba a los “Alguaciles y ladrones”, juego que nosotros llamábamos “aguaciles” y como era la dinámica, se hacían equipos y había que escapar o perseguir y “encantar” a los perseguidos y sin poderse mover de donde eran encantados, había que esperar la salvación de algún hábil que escapara. No fueron pocas veces, en las que Barrera (uno que corría veloz y era astuto escondiéndose), escapara por las calles más alejadas de la plaza. Y mientras no lo encontraran y él no apareciera a desencantar y salvar a los que ya estaban cautivos de encantamiento y sin moverse, el juego no podía invertirse, ni acabar. Y siempre como un ciclón –largo como era y en veloz en su llegada–, aparecía Barrera corriendo a salvar a sus encantados compañeros. Yo un día lo quise imitar y escapé de toda persecución. Alejado de la plaza, corría por las lejanías de las calles apenas iluminadas, seguro que llegaría a salvar a mis compañeros. Y así lo hice sin darme cuenta del tiempo que había pasado. Cuando llegué a la plaza, vi la plaza sola, el negocio de mi padre cerrado y un relámpago y el trueno en el cielo. No había ya a quién desencantar y nadie más por ahí. El juego había acabado por la amenaza de lluvia y quizás porque el tiempo había pasado en mi errancia. Me habían dejado solo en la plaza y el aire de lluvia comenzaba con una fuerte amenaza.

La lluvia comenzó con sus goterones gigantes y yo enfilé corriendo rumbo a la casa que me parecía lejísimos. Nadie por la calle y la oscuridad enemiga contra mí. Yo corriendo agitado y la lluvia y el aire enemigos como armas que me vencían. Mi carrera de loco, asustado me parecía interminable. Corría e imaginaba que iba cayendo a un pozo en lugar de recorrer la calle que tan bien conocía. Recuerdo las gotas de agua contra mi cara que no me dejaban ver por dónde pisaba; fue cuando llegó el momento en que me faltaba la respiración. Creí que moriría ahogado, porque no podía respirar. Era el miedo brutal de morir a oscuras en el agua y que el aire me arrastrara al cielo.

Ya cerca de la casa, vi una figura que venía hacia mí. Mi padre venía a buscarme y me abrazó en aquel llanto inmenso del miedo a morir. No recuerdo qué me dijo, pero me había salvado de la catástrofe, de la muerte, del miedo que me atenazaba, de la inundación del alma, me estaba salvando y me salvó, pero aquel miedo se quedó en mí, enterrado en mi corazón.

Con el tiempo he librado esa batalla contra el miedo, porque he caminado bajo la lluvia con suma alegría ya muchas veces y sólo antes que comience a llover, viene el temor, como una basura en el ojo. º

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