La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

El día que lo conocí en persona, sólo sabía que él era mi jefe. Lo que no imaginaba era que iba a terminar viviendo con él…

Llevaba una semana trabajando en su periódico, sin embargo, durante esa semana jamás lo vi pararse por su oficina; ya que su oficina son los restaurantes o sus dispositivos móviles. Voy a ser lo más sincera posible: cuando entré a trabajar al periódico que él dirigía en ese entonces, no había vacantes más que en ventas, así que decidí tomar el puesto para dejar de parasitar en casa de mamá. Ya iría subiendo gracias a mis talentos, pensé. Pero, ¿acaso tenía talento para las ventas? En absoluto. Desde niña mi madre me enseñó a comprar, no a vender. A gastar, no a meter dinero a la casa. Y cuando me salí de casa, tuve negocio propio, así que no me tenía que preocupar por atraer clientes. La empresa ya tenía los suyos cautivos. Entonces, a la semana de no vender, ya no digamos una plana, ni media, sino un solo cintillo publicitario, llegué a casa, abrí el Facebook y contacté al que era mi jefe. Un jefe que hasta ese momento era un soberano fantasma. Lo busqué para tener una charla sobre mi futuro en su empresa. Yo no era buena para las ventas, lo que quería era trabajar en la redacción. Aprender el oficio del periodista ¡o qué se yo! Lo busqué, y él me citó en un restaurant (recordemos que los restaurantes son su oficina).Y por supuesto que el día de la cita pactada me puse mis mejores garras y me coloqué uñas y me peiné (llevaba años siendo una jipi desgarbada). Me trepé en unos tacones y allá fui, con toda la alevosía y ventaja, dispuesta a que mi jefe me cambiara de puesto. Yo ya era una mujer adulta, y mañosa… pa qué negarlo. Así que en cuanto nos sentamos, desplegué todo mi potencial, tanto intelectual como seductor, para fascinarle al jefe. Ésa es la verdad. Hablamos veinte minutos de mí y veinte minutos de él. De sus gustos, de los míos. En ese instante me di color. Intuí por dónde entrarle: el tipo era un dechado de cultura y arrogancia, así que saqué mis armas y le disparé una ráfaga arrogante de anécdotas sobre músicos y pintores. Él contraatacó y lanzó sus granadas. Pedí un tequila y lo bebí como Pedro Infante: hasta el fondo y sin lagrimear. Pedí otro y otro más. Él bebía lentamente. Él sí sabe beber. Yo venía de una temporada de adiestramiento en el duro oficio de los shots en Playa del Carmen. Una hora después, jugué con su mente. Sabía que lo tenía en mis manos. Sabía que yo no le desagradaba en lo absoluto y que gracias a mi charm, obtendría todo lo que quisiera. Me levanté al baño y di taconazos rotundos. Cimbré su piso en todos los aspectos. El balanceo de la cadera vino natural. Sabía que él me miraría el trasero, que en ese tiempo era mucho más apetitoso. Él era un hombre y no era de palo. Dejé que imaginara el paraíso, y algo peor: la pérdida de ese paraíso sin siquiera haberlo conocido. Se lo prometí en cada zancada. A mi regreso, seguimos hablando de música y autores. Él necesitaba alguien como yo en su redacción. Yo necesitaba alguien como él para que me enseñara. Los dos sabíamos a qué estábamos jugando. Y el juego era riesgoso. Y él estaba casado,  o algo así. Yo, en cambio, estaba soltera. Llegaron más tequilas. Dejamos de hablar de sueños y entramos al terreno de la realidad. Me propuso dirigir el suplemento cultural. Sonreí con los ojos vidriosos por el tequila. Ni siquiera tuve que decir “sí”. Sólo comencé a plantearle temas del trabajo que ya tenía en la bolsa.  A los ojos de los que se horrorizan por situaciones como estas, yo en ese momento me convertí en una vulgar comerciante. Pero no fue así. Claro que usé mi potencial erótico, sin embargo, no fue el poder de la seducción lo que me hizo conseguir lo que quería: fue la confianza en mí misma y en mis conocimientos. Él no dio un solo paso adelante. No necesitó darlo, pues a las tres o a las cuatro horas de estar ahí sentados, la química hizo lo suyo. Le hablé claro al notar que, efectivamente, él ahora estaba interesado en mí no como una colaboradora. Él no impuso condiciones para mi ascenso. No tuvo que hacerlo. Repito: yo no era una niña ni tampoco alguien que evadiera lo evidente: nos gustábamos. Empezaría la guerra. Esa noche se volvió madrugada en el restaurante. Salimos de ahí perfectamente felices y perfectamente ebrios. Dos adultos. Un jefe y una empleada, sí, pero la empleada abandonó su papel sumiso y se igualó. Yo no sabía en qué iba a parar el asunto. O más bien sí sabía. Estaba segura que en breve me iba a acostar con ese hombre, pero no para escalar profesionalmente. El puesto me lo había ganado en un rápido esgrima verbal durante la comida. Al día siguiente llegué a la redacción con la noticia de que dejaba el área de ventas y me dedicaría a armar el suplemento. Todos me vieron con cara de “mira, la puta del mes”. Fue ahí que tuve que demostrar lo que siempre se cuestiona en una situación así: ¿había llegado al puesto por un intercambio de favores? No. Yo no le hago favores ni a Dios mismo. Había llegado y punto. Le molestara a quien le molestara. El fondo de la película no debería importarle a nadie. Sólo los resultados les callaría la boca a los intrigosos. ¿Utilicé mi poder sobre el deseo masculino? Sí. Y ejercí ese poder con plena consciencia del juego. La diferencia entre mi situación y otras situaciones similares es que el otro lado de la moneda, es decir, el que ejercía su poder como jefe, jamás condicionó ni su amistad ni su apoyo a cambio de sexo. El sexo llegó porque así lo quise yo. Cuando estuve dispuesta. Y no fueron muchos días después de aquel encuentro. La jugada, si es que le quieren llamar así, salió redonda: ambos apostamos todo como dos ballenas en las mesas de bacará, pero ganamos por distintos frentes: yo, un jefe como el diablo de tirano que me hizo sacar lo mejor de mí con sus métodos nada sutiles. Él, una alumna testaruda y demandante de la que se siente orgulloso. Han pasado siete años. Las voces maledicentes seguirán diciendo que lo mío fue vil prostitución, y lo de él, abuso de poder. Yo sé que no fue así. El 11 de octubre del 2010 yo salí de mi casa a seducir a mi jefe, sí, y él salió de su casa a conocer a una chica 26 años menor que no le parecía nada fea. Lo que no sabíamos es que en medio de esa transacción, de ese toma y daca de poder, se obrarían otros milagros que no sobrevivirían si no hubiera algo más que comercio. Esos milagros son: nuestra familia, libros publicados y una complicidad a prueba de balas, de cuernos y de intrigas que, en lugar de hundirnos, nos han elevado. Y háganle como quieran. Ésa es la verdad.

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