La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Mi primer acercamiento al cine de Tarantino lo tuve mientras pasaba frente a un aparador de Radioshack. En ese aparador, en una televisión gigantesca, vi aquella escena encantadora: Uma Thurman y Travolta bailaban sobre una pista multicolor en la película Pulp Fiction. Yo tenía como quince años y me fascinó ver a esa mujer grandota con peluca negra, castigando la baldosa sin zapatos y con una camisa masculina desfajada. Era la primera vez que escuchaba el nombre de Uma Thurman. Pero lo que más me impresionó fue el tamaño de sus pies. Después investigué y supe que esa mujer de belleza hipnótica calzaba algo así como del 10 en medida mexicana. Años más tarde, en un intento de volverme la cinéfila que jamás sería, compré Kill Bill, y debo decir que me sedujo el ritmo con el que Tarantino desarrollaba sus tramas. Una banda de asesinos sanguinarios liderados por David Carradine (que siempre me pareció uno de los rucos más sexys del showbiz) cobran la venganza amorosa del jefe y aparecen en plena misa de bodas para darle una paliza de miedo a la protagonista, que culmina con un tiro de gracia propinado por el amante despechado. ¡Guau! Sin embargo, Bill falla y no mata a Beatrix Kiddo; sólo la deja comatosa durante tres o cuatro años. Luego la heroína despierta y planea aniquilar a sus ex compañeros con métodos bastante sofisticados. La coreografía de las madrizas en el bar de Okinawa y cuando le rebana la sesera a la japonesa son verdaderas joyas. La nieve, la sangre, la blancura de la nipona, la Hatori Hanzo intacta… otra vez, guau. A partir de entonces me hice fan de Tarantino. Esa es la verdad. Y Uma Thurman me gustaba porque rompía con los estereotipos de mujer finita de pies delicados y nariz mega producida. No, no, “La Thurman” era otra cosa. Era una chica ruda. La musa atípica de los súper directores de Hollywood. Pero el encanto, a mi parecer, se rompería veinte años después. Hace unos días, Uma cayó en el juego del oportunismo que se desencadenó con el movimiento #Metoo. No hace falta dar más pistas. Sigan este pequeño ejercicio de cinito y entenderán hacia dónde va este texto:
Primer acto: Tarantino te invita (siendo una Mrs. nobody) a cambiar tu suerte en dos películas icónicas que incluyen escenas de alto riesgo.
Segundo acto: firmas un contrato jugosísimo que, aparte, te catapultará a las grandes ligas. Y lo firmas sabiendo que es una película violenta y que al director no le gusta usar dobles.
Tercer acto: en cierta escena, en la que no hay catorrazos cuerpo a cuerpo, el director te pide manejar un auto a 64 KM/H ¡64!, por un camino terregoso, pero intransitado. Lo peor que puede pasar, pasa: te estrellas contra una pinche palmera y te lastimas cuello y piernas. Aun así, sales del auto riendo y por tu propio pie porque eres joven y ya vislumbras la fama (ya luego irás al ortopedista, dinero te sobrará para pagar el mejor).
Cuarto acto: la película es un hitazo. Eres la estrella del momento y apareces del brazo de tu director en todas las alfombras rojas. Salen juntos en portadas de revistas. Dices a los cuatro vientos que lo amas. Eres su musa. Él no sabe que, en el fondo, lo odias porque “puso en riesgo tu vida”. Pero ahora, después de la película, tu vida vale en una póliza mil por ciento más que antes ¡ya no eres una mujer ordinaria, sino una súper estrella!
Quinto acto: Hollywood es un manantial de ingratitud. Hoy eres más vieja y ya no te llaman para papeles protagónicos. Y justo hoy, veinte años más tarde, recuerdas que te duelen el cuello y las piernas por aquel incidente palmeril. Te subes al tren del oportunismo y declaras al NYT que tu otrora bienhechor es una mierda de ser humano.
¿Cómo se llamó la obra?
