La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia/ @negramacchia
¿Están todo el tiempo juntos?, me pregunta una amiga cuando le digo que hasta el día de hoy siempre he trabajado en casa y que mi pareja está, por lo regular, ahí mismo. Sólo nos separan alguna mesa, un sillón o los perros. Si sale, me invita a ir con él. He conocido a todos sus amigos y los he hecho mis amigos. ¿En qué momento cada uno tiene su espacio?, la amiga insiste en preguntar con los ojos fuera del cuenco como si lo que le estuviera narrando fuera una pesadilla. Para muchos quizás lo es. A veces es insoportable lidiar con uno mismo, ahora imaginemos el escenario: dos personas que son pareja y que se dedican casi a lo mismo. Todo el día es una discusión constante por temas que van del “¿ya llevaste mi chaleco a la tintorería?”, pasando por el “¿qué carajos quiere esa vendedora de relojes?”, hasta el “Creo que tu personaje no es creíble. Habla como tú hablas y eso le quita verosimilitud”. Entonces pienso cómo ha sido posible que ni él o yo hayamos muerto por asfixia. Finalmente, nuestros caracteres son igual de chocantes. ¿Es bueno o malo convivir tanto? ¿A qué hora nos reconciliamos después de un pleito si no damos espacio a la introspección? Cuando hay conflictos es, curiosamente, el momento en el que nos quedamos más estáticos, pues los encontrones más graves en nuestro microcosmos han tenido que ver, precisamente, con la falta de confianza. Así que en esos momentos, odiándonos como Salieri a Mozart, es delicado dar un paso fuera de la casa, ergo, solemos trasladarnos cada cual a una esquina. Pero no a una esquina remota de la casa (que gracias a Dios es bastante grande para no escucharnos si así lo deseamos). Las esquinas que ocupamos para nuestro mutismo es la derecha y la izquierda de la cama. ¿Y qué hace él cuando no lo ves?, me pregunta la misma amiga. Rebobino el casete de la memoria y paso revista a esos huecos. ¿Cuáles son? ¿Qué hace cada quién en sus puntos muertos? Me descubro haciendo un escrupuloso checkup de nuestras actividades por separado. Caigo en que, generalmente, él despierta siempre antes que yo. Oigo que se levanta y va al baño. Ahí, supongo, comienza a responder mails y a leer los diarios. Luego regresa a la habitación y yo, adormilada, miro que está con el iPad en las manos. Lee. No se prepara el café. Espera a que yo despierte y lo haga. Nos separa un muro, el del baño o el de la cocina. Recibe algunas llamadas. Yo abro mi Facebook, y si tengo algo importante que hacer, me baño. Media hora de no vernos mientras el agua cae sobre mi cara. Pero sabemos que estamos ahí. Surgen algunas voces. Su voz, mejor dicho. Me comenta algo, lo que sea. Empieza una discusión. Pocas veces hablamos sin discutir porque a mí me gusta el calor y a él el frío. A mí el whisky y a él el tequila. A mí Bernhard y a él Bolaño. A mí el baile y a él la plática. A mí el silencio, a él el ruido. Por las mañanas no me gusta que me hablen. Él habla hasta dormido. Yo amanezco de malas. Él, lastimosamente contento. Cuando sale solo no sé qué va haciendo en el carro. Imagino lo peor. Siempre lo peor. Apelo a mi derecho a saber en dónde y con quién está, mientras que él jamás se hace esas preguntas. Supongo que porque es experto en alterar la realidad y sabe que si él puede hacerlo, yo también, y con mucha más fantasía. Me quedo pensando en esos espacios en blanco. Esos silencios. Las parejas necesitan del misterio para que ninguna de las dos partes pierda el interés, supongo. Huecos. Como un queso gruyere. Huecos que se llenan con la imaginación (tremebunda o desparpajada). Esas horas perdidas son páginas en blanco que cada uno llena con la historia que decida contar. Sea creíble o no. ¿A quién le importa? Una vez mi mejor amigo me dijo que lo que más adoraba de su mujer era su misterio. Él nunca sabía qué nuevo gesto le regalaría al día siguiente. O si de la nada saldría con un atuendo de vamp. O si lo sorprendería haciéndole un comentario sobre la última película de Apichatpong. Estamos siempre juntos, pienso. Pero no falta el toque de misterio. Él nunca sabe si yo voy a salirle con un plan que altere nuestra rutina. Ayer le he dicho: “no sé si me gusta o no me gusta Virginia Woolf”. Me miró como diciendo,
“pensé que la idolatrabas”. Él leía no sé qué en su iPad. Lo alternaba con un “refresh” de su cuenta de Twitter. Estábamos juntos, recostados cada quien en su lado de la cama. Los perros nos separaban. ¿Es poca la distancia? Es relativa, creo. Podemos estar a centímetros el uno del otro, y sin embargo, yo deambulaba por Bloomsbury y él quizás hacía la ronda por Zacatlán. Son huecos como hoyos negros. Impenetrables. Y siempre es mejor no acercarse demasiado, porque esos huecos, esos agujeros negros, nos pueden succionar.
