La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Era cuestión de tiempo para que la inercia del movimiento #metoo llegara al showbiz
mexicano. Y es que si la industria fílmica y televisiva gringa está llena de dobleces y de
estaciones oscuras, la mexicana no se queda atrás.
Sólo faltaba un elemento detonante: que una periodista como Carmen Aristegui les abriera el micrófono a las presuntas víctimas de acoso y violación por parte de directores, actores, y todo aquel hombre que, en aras de sacar provecho de su posición de poder, haya recurrido a pedir favores sexuales. La primera en hablar fue Karla Souza, quien –en una sesión histriónica y lacrimógena– expuso ante millones de televidentes el supuesto abuso
sexual del que fue objeto hace varios años por parte de un director con el que trabajó.
Sin embargo, Souza se reservó el derecho de nombrar a “su cerdo”, es decir, contó con
lujo de detalles la amarga experiencia, pero no señaló al victimario. Dos días más
tarde, Televisa lanzó un comunicado a través de Denisse Maerker, en el que la
empresa se deslindaba y rompía relaciones con el director y productor Gustavo Loza,
quien, al parecer, fue el increpado en las acusaciones de Souza.
Al día siguiente, Loza sacaba un comunicado deslindándose de los señalamientos entreverados de la actriz que fuera, en tiempos mejores, su pareja sentimental.
A la fecha, Souza no ha vuelto declarar. No ha dicho: “sí, fue él”. Y por lo mientras, Loza
ha pasado a engrosar las filas de los apestados sin haber sido investigado ni juzgado
por un tribunal que no sea el tribunal voraz de las redes sociales.
Parte de la deslegitimación del movimiento #metoo ronda precisamente ese hecho:
que el patíbulo sea Twitter. Que el verdugo sea, no un juez, sino un pajarito azul que
vuela y corta cabezas con el poder de un click.
La cloaca se destapó, y como buena cloaca, las cosas ahí dentro apestan. Si no,
preguntémosle al periodista Ricardo Rocha. A él no lo acusa una actriz. No lo acusa
una colaboradora o una reportera. Lo acusa una comediante. Una mala comediante,
por cierto, que se dedica a “estandopear”, es decir, a contar anécdotas y chistes malos
parada frente a un públicos de gente por demás sola y patética. La cómica tiene un
nombre: Sofía. Pero más que un nombre tiene un apellido, y no precisamente un
apellido ordinario… Sofía pertenece a una familia de “rancio abolengo”: los Niño de
Rivera. Sí. Sofía Niño de Rivera, la “estandopera” más famosa de México, está acusando
al periodista Ricardo Rocha de acoso. Y basa sus acusaciones en un video absurdo en
el que Rocha no hace nada más que elogiar inmerecidamente su trabajo. Un trabajo, a
mi parecer, bastante mediocre.
Al ver el video donde supuestamente Rocha hostiga a la comediante, pienso: ese video
pasará a la historia como el acto más risible en la vida de Sofía Niño de Rivera. Ese
acto cómico-absurdo sí que hace reír; sobre todo a la gente que es capaz de utilizar un
poquito el sentido común.
Ricardo Rocha alguna vez tuvo su dotación generosa de poder en los medios. Era, por
decirlo de alguna manera, uno de los pocos periodistas con veleidades intelectuales.
Leía los libros que iban a presentar sus invitados, trataba de esgrimir verbalmente con
escritores y gente de letras, salía de los clásicos lugares comunes en los que caen todos los reporteros al hacer sus entrevistas. En su programa, “Para gente grande”,
aprendió a impostar la voz de tal manera que lograba atarantar a los legos.
La desgracia de Rocha fue que Televisa, esa máquina destripadora, fue relegándolo a
horarios secundarios, y gente que antes estaba bajo su servicio, como la propia Adela
Micha, terminó rebasándolo por la derecha.
Hoy Ricardo Rocha conduce programas nocturnos con bajo raiting en TV Azteca, y
tiene un noticiero y un programa de revista en Radio Fórmula.
No se puede decir que hoy sea un periodista influyente, sin embargo, llena un espacio
y lo ha hecho con dignidad y decoro…
Jamás pensé llegar a escribir algo así, sin embargo, las circunstancias me obligan.
Hace tres años, cuando publiqué mi primera novela, fui al programa de Ricardo Rocha
como parte de la promoción del libro. Llegué, me instalaron los micros y me
maquillaron. Entré al set y me topé con un Ricardo Rocha que ya no era el que antes
fue. Ya no era el señor de bigotes que había entrevistado María Félix y al que se había
comido María Félix con sus comentarios ácidos. Ricardo Rocha vestía ese tipo de
atuendo que usan los, así llamados, “sugar daddys” trasnochados que se niegan a
envejecer: playera de algodón de cuello redondo debajo de un saco de tweed.
Nos presentaron y los ojos le brillaron. Ricardo Rocha mira así: con una mirada que podría
parecer lujuriosa, pero más bien es la mirada nostálgica de un tiempo en el que era la
normalidad lanzar un piropo antes de decir “buenos días”. ¿Cuántos años tiene Rocha?
Supongo que unos setenta, es decir, proviene de esa generación en la que los hombres
tenían todavía manías de galanteo al estilo cine de oro mexicano. A la hora de la
entrevista, nos separaba una mesa. Sus preguntas no fueron nada incómodas, al
contrario, yo tuve que meterle carnita para que fuera más interesante.
Pero curiosamente, Rocha fue uno de los únicos que me habían entrevistado y se habían
tomado la molestia de leer el libro. En los cortes, Ricardo “cotorreaba” amigablemente
conmigo, diciendo cosas como “¡tan guapa y tan atribulada! ¡Tan joven y con tantas
experiencias!”. Yo no me sentí hostigada, sino todo lo contrario. Mi marido miraba la
escena desde el backstage. Mi marido que, a propósito, es solo unos años menor que
Rocha, y que proviene de esa misma generación de hombres que van por todo cuando
una mujer les gusta, aunque sin ser grotescos. Así Rocha. Terminando la entrevista,
nos sacamos la foto y me tomó de la cintura (si yo fuera una feminazi mal cogida,
hubiera considerado como una pasada de lanza). Antes, quiero suponer, los hombres
tomaban en automático la cintura de la mujer para aproximarse en las fotos (y porque
antes las mujeres tenían más cintura y menos músculo). Nos despedimos sonrientes.
Me pidió mi número de celular porque quería invitarme ya no como entrevistada, sino
como colaboradora de su programa. Le di el número con gusto. Sí, recuerdo que al
voltearme me vio el trasero, ¿y eso qué tiene de malo? Una no ve el trasero, sino el
reloj o el carro, o si llegan a estar guapos, los ojos. O el cerebro si son listos. Días
después me mensajeó. Dijo que había terminado mi libro y me comentó cosas sobre el
personaje masculino. Le parecía un cabrón mal agradecido con su mujer, dijo,
sabiendo que la novela es casi autobiográfica. Yo contesté los mensajes con el mismo
desparpajo y me moría de risa con sus interpretaciones. Luego me invitó a ir de nuevo
a su programa, ahora al de TV Azteca, cosa que agradecí. Se armó de valor para
invitarme a cenar. Lo normal, pues. Eso hacen los hombres cuando les interesa la
plática o la simple compañía de una mujer. Le dije que tal vez, pero que no estaba segura porque, de ir a México, lo haría con mi marido. Dijo que estaba bien. Quedamos
en ponernos de acuerdo en los días siguientes. Yo acostumbro ir a cenar con hombres:
hombres que no son mi marido, por cierto. Voy y ceno y bebo y me desenvuelvo mejor
que con las mujeres. Soy tal cual: como me ven: ácida, irónica, pero también coqueta.
Jamás podré ser de otra manera, sin embargo, siempre he parado el carro del varón, si
por mi manera de ser, las señales llegan a confundirse. Esa es culpa mía, no de ellos.
Ellos siempre van a querer dar un paso adelante, pienso, como nosotras queremos que
nos eleven a altares de divas con sus elogios. Es un juego de poder. Pasaron dos
semana y regresé al programa de Rocha. Alternaba con mujeres muy bellas y nunca vi
que tuviera una actitud malsana. Me vio, se acercó para saludarme y de inmediato
notó que, en efecto, esa cena no llegaría a darse porque iba con mi marido. Entonces él
reculó. Yo no. Si me hubiera vuelto a invitar a comer o a cenar, tal vez hubiera ido por
una simple razón: me gusta sentarme con gente con la que se puede conversar, y sea
como sea, Rocha quizás no me podría hablar de lo que estaba leyendo en ese
momento, pero sí, supuse, podría hablarme de chismes jocosos sobre ese medio
infecto en el que ha vivido años (Televisa y anexas). Por una deformación profesional,
esas historias me seducen. Total que me entrevistó y noté ese nerviosismo en su
mirada de nuevo. Pero ese nerviosismo ya lo había visto muchas veces en otros
hombres, por ejemplo, en mi padre o en mi abuelo. Es la mirada melancólica de los
viejos que alguna vez fueron galanes y ostentaban cierto poder. La mirada de un fuego
extinto. Cenizas. Nos despedimos (Ricardo es esa clase de hombres que creen que
dando dos besos en ambas mejillas se ven interesantes, por no decir que quieren
darse aires de franceses). No lo volví a ver. Tampoco siguió escribiéndome.
A lo que voy con esto es a decir que NO creo que Rocha sea un acosador ni un
depredador sexual. Nadie que use playeras con tweed a los setenta puede serlo.
Lo que sí hay son millennials ofendidas que desconocen los rituales del cortejo del
tiempo de Rocha. Chavas anodinas como “la Niño de Rivera” que no ven más allá de
sus malos chistes que hacen reír a otros millennials insulsos. Bajo ese criterio, es
comprensible que Sofía tome a mal la actitud galante de Rocha, pues no creo que antes
de ser famosa, alguien con más de dos dedos de frente le tirara el perro.
