La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Por consejo de una buena amiga decidí hacer una desintoxicación de mi cuerpo basada en ingerir durante tres días sólo jugos verdes (lo que mamonamente se conoce como detox), que es lo mismo que desintoxicarse o sacarse la basura del cuerpo, sin embargo,  decir “detox” suena, supongo, más cool. Es como si decir “detox” fuera el catalizador para deshacerte del cuajo sobrante. En fin. Siempre me había resistido por desidia o por cobarde, ya que sinceramente no me interesa bajar de peso, sin embargo, puse a prueba mi siempre fallida fuerza de voluntad, y desde temprano fui a comprar los ingredientes para los dichosos jugos: pura cosa verde: perejil, pepino, espinaca, apio, nopal, berros. El resultado fue un esperpento nauseabundo. Un mazacote líquido que si bien no sabía mal, me costaba trabajo tragar, pero ese es el chiste de estos jugos, es como el amor: tienes que acostumbrarte a sus sinsabores, pensé, y ya con una jarra del jugo en el refri me mentalicé a que, por primera vez en mi vida, no iba a meterme un gansito o a tomarme una coca helada a la hora de la comida. Las horas pasaron y ciertamente comencé a sentir cómo mi intestino se desperezaba el muy huevón. Llevo años padeciendo con él, a tal grado que lo he sometido a toda clase de experimentos para que funcione como es debido. En la vida, como en la casa, sólo puede haber un zángano, y ese zángano, pienso, debo ser yo, no la mentada tripa que desgarra lo que tan gustosamente me como… a eso del mediodía me estaba desmayando de hambre y comenzaba a añorar los atracones de queso que me doy entre comidas. Toma mucha agua, me recomendó mi amiga, y así lo hice, cosa que me llevó a ser una esclava del retrete. Nunca había hecho pipí tantas veces y sin que me doliera la vejiga. Porque no están ustedes para saberlo, pero desde muy joven padezco de las vías urinarias por mi pésima alimentación rica en chilitos y ácidos. Esa es la neta. Conforme fueron pasando las horas, la jarra de jugo bajaba de nivel, y es que el simple hecho de saber que no comería nada durante el día hizo que me sugestionara y comencé a marearme. La debilidad se adueñó de mi cuerpo mientras pensaba en las ricas carnitas de los estadios de fútbol o en las delicias a chalupas del Paseo de San Francisco o en las hamburguesas más puercas del centro o en las enchiladas de una tal Columba. Un caso digno del diván el mío, eh. Descubrí que soy una gorda de closet. Una golosa anónima que no le ve chiste a la vida sin un buen plato de carne o un helado triple o un litro de clamato con ostiones y camarones. Sin embargo, cómo iba a ser tan debilucha como para claudicar el primer día. No, eso era imposible, pensaba, y llevaba a mi boca un nuevo vaso de esperpento imaginando que ese esperpento obraría milagros cómo restablecer mi función intestinal, limpiarme los conductor urinarios, alisarme la piel y, ¿por qué no?, enjutándome el cuero al hueso, ya que a pesar de que siempre he pesado 52 kilos, a veces se me ve brazo de memelera… es una herencia familiar materna, caray. Así son las damas de la casa, flacas, pero brazonas. Tipo Tonina Jackson. Así que ahí estaba, bien concentrada a en mis actividades, duro y dale con el pendejo jugo que ya me estaba haciendo enojar porque nomás no apaciguaba mis ansias. Es algo parecido a tener como amante al esposo de tu mejor amiga: nunca es suficiente el tiempo que te da, hasta que se lo bajas y luego ya no te gusta y mueres por devolvérselo. Así pasa cuando haces detox: planeas con tanto tiempo ser sana por un día, que cuando lo consigues, es decepcionante y anhelas con todo tu ser regresar lo más pronto posible al taco y a la fritanga, que te hacen mal, pero ¡ah qué lindo fluyen por tus venas híper-atrofiadas! De todas formas de algo se tiene que morir uno, ¿no? Pero no ahora. No así; siendo un paria que toma jugos verdes auto recetados, no para adelgazar, sino por vivir una experiencia extrasensorial y hispterosa. Y vaya que la sentí. Ya una vez  alguno de mis ex amigos jipis me dijo que había comenzado su camino hacia la iluminación de esta misma manera: ingiriendo jugos verdes, “la savia de la naturaleza”. Luego pasó al ayuno de dos días, luego de una semana, y el cabrón empezó a alucinar, decía, pero más bien creo que su debraye se debió a que se comió una biznagas silvestres pensando que eran bellos peyotes poblanos, ¡háganme el favor! Total que logré pasar el día tomando jugos verdes, aunque debo decir que hice trampa… cuando ya no pude más, cuando me puse a alucinar barato como el amigo de los peyotes falsos, le marqué desesperada a mi amiga como una yonqui urgida de su arponazo, y me sugirió comer algo sólido, pero VERDE. ¡Chale, carnala! pensé, pues Sabritas ya descontinuó los Doritos verdes, ergo, me tuve que hacer una ensalada. Más lechuga, más espinaca, más pepino, luego medité que lo que en realidad le estaba haciendo falta a mi cuerpecito caribeño era grasa, así que salí despavorida al Superama por un aguacate. Menos mal que, extrañamente, no hice ningún coraje durante el día, supongo que es parte de la magia verde: te vuelves liviano, estúpidamente feliz y pasivo, de otra manera no me explico el cambio, la ausencia de molestia. Finalmente, el aguacate distrajo mis nervios y me llenó el hueco. No espiritual, pero sí físico. Me fui a la cama soñando con lechoncitos y truchas de Atlimeyaya. Con exquisitas  trufas de chocolate y tortas de elote. Ahora bien, esta  mañana desperté dispuesta a dejar los jugos por lo sano. Que los sanos santones veganos los disfruten, pensé, sin embargo, al acudir a mi puntual cita matutina con el baño, tuve una revelación, pero esa me la guardo para mí. La naturaleza es misteriosa, pienso, y las verduras verdes son parte intrínseca de ese misterio. Hoy probaré suerte con el Matcha y con los tréboles de mi jardín. En una de esas hasta me da suerte el dichoso detox.

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