Me lo Contó la Luna

Por: Claudia Luna / [email protected]

Pasamos unos días de vacaciones en la Ciudad de México. A Carlos, mi esposo, y a mí nos parece buena idea turistear con nuestros hijos en “la Gran Ciudad”.

La visita a la Basílica de Guadalupe es la primera actividad en nuestra lista de lugares por recorrer. Hacía tiempo que habíamos hablado sobre conocer la casa de la Virgen morena. Así que en nuestro primer día en la capital, después de tomar un café en la mañana, todos salimos con una sonrisa en los labios, sin saber a ciencia cierta lo que nos esperaría al llegar.

Camino a la Basílica, me entra un sentimiento de emoción anticipada al pensar en lo que voy a encontrar en la casa de la Patrona de México. Desde niña puedo “sentir” cosas, lugares y a personas. Ese “sentir” me ocurre todo el tiempo. Por ejemplo, cuando voy a las ferias de antigüedades, hay piezas que “no me gustan” a pesar de que sean hermosas o extraordinarias en su calidad estética, mientras que otras me atraen como si tuvieran un imán. Al principio no podía explicar lo que sentía. Sin embargo, con el tiempo entendí que es resultado de la vibración que se acumula en los objetos a través de los años. Lo mismo me pasa con la gente, hay veces que puedo percibir lo que está sintiendo una persona. También puedo adivinar cuando alguien está pensando de mí; algunas veces, es una sensación vaga y otras tan fuerte como un puntapié en el estómago. Recuerdo una ocasión, hace muchos años, cuando asistí a un velorio para darle el pésame a una amiga. Nunca pude entrar a la capilla. Percibía una barrera invisible que me lo impedía, aunque el resto de la gente entraba y salía sin dificultad.

Por fin llegamos a la Basílica. Parados en el atrio, escuchamos al guía que explica cada uno de los edificios y el papel que jugaron a través de los años. La Antigua Basílica es una construcción hermosa que se percibe inclinada. “Presenta un hundimiento por el peso del edificio y las condiciones del terreno”, explica el guía. Luego señala hacia la construcción más reciente y, después de dar varios datos históricos, agrega: “Aquí se encuentra la imagen de la Virgen”. Al escuchar esto, se me acelera el pulso, no presto cuidado al resto de la explicación y me entra una urgencia por entrar. No quiero conocer los detalles históricos. Quiero ver.

Entramos en el recinto con paso rápido, dejando atrás al guía. A unas personas que van saliendo les pregunto cómo llegar ante la imagen de la Virgen y seguimos las indicaciones.

Finalmente estoy frente al ayate de Juan Diego y contemplo la imagen de la Virgen morena. La había imaginado más grande, con colores brillantes, con más estrellas. También había esperado sentir una explosión de fuegos artificiales dentro de mí, sin embargo, no hay nada de eso, a sus pies hay una enorme bandera mexicana. La primera palabra que me viene a la mente es humilde. Nos formamos para pasar delante de ella por segunda vez. En esta ocasión me concentro en la gente. Es jueves a mediodía y está lleno. Todos los que están ahí parecen buscar o esperar algo, hay mucha gente formada. Me conmueve su devoción.  Me parece que los visitantes aguantan la respiración frente a la imagen y me fundo con ellos, me vuelvo una más entre tantas personas. Tan pronto salgo de la fila, me volteo y le digo a Carlos y a mis hijos: “Necesito pasar una vez más”. Estoy por tercera vez frente a la Virgen. Esta vez sin expectativas. No hay análisis, no busco colores, ni estrellas, no espero nada. Miro a la Guadalupana y en ese momento infiero que la vibración, la gracia, no se ven, no se razonan, basta con sentirlas y saberlas. Miro a la Madre de México, le pido desde el fondo de mi alma. Le cuento a la Morenita eso que no le confieso a nadie más, le hablo de mis miedos y esperanzas. Sé que me escucha.

Al salir al exterior, miro nuevamente el edificio inclinado de la Antigua Basílica y la primera idea que me viene a la mente es que el peso de la pequeña Señora, que carga a sus hijos, es el que provocó el hundimiento en la construcción.

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