Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / [email protected]
Hablando de arte y artistas, en una cena con amigos, llegamos a la conclusión de que el arte es una interpretación pura y profunda de la vivencia personal del artista, una huella de la experiencia humana. Nunca intenta ser un duplicado de la realidad. Durante la conversación, Yoly, una querida amiga abogada, dijo algo que me pareció luminoso: “Siento fascinación por los artistas que, en su obra, cuentan su historia más obscura, sin ponerse límites”. Y agregó: “Yo me he pasado la vida coloreando sin salirme de la línea. Siempre he seguido las reglas del juego”. Era un comentario honesto, que venía de una mujer práctica y estructurada como lo es ella. “Hay que ser muy valientes. Los artistas defienden su visión pésele a quien le pese”, concluyó.
Después de cenar, visitamos una galería donde tienen una extraordinaria exhibición de maestros latinoamericanos. Entre las obras, un tanto escondida, encontré una de las “pinturas negras” de Antonia Eiriz, pintora cubana de la generación de los 60. En cuanto vi la pieza, me cautivó. Sentí que algo me quemaba por dentro, como si se me chamuscaran las tripas. Era una figura negra sobre un fondo negro que me recordó a una muñeca vudú. Me dio la impresión que gritaba. La miré y se me revolvió el estómago, a la vez que se me aceleraba el corazón. Empecé a jugar a las escondidas con la pintura. La observaba un ratito y me alejaba de ella, daba una vuelta por la galería y de repente, sin pensarlo mucho, me acercaba otra vez. La escuchaba aullar cada vez que me aproximaba a ella. Era grotesca y hermosa al mismo tiempo.
Al salir de la muestra, rumbo a la casa, le dije a Carlos, mi esposo: “La pieza que más me ha gustado es la de Antonia”. “¿Por qué?”, me preguntó. Traté de explicarle que la pintura era un reflejo de la artista y del contexto tan complicado que la rodeaba en esos años. Carlos sólo me miró… “Es brutalmente bella”, dije con la intención de completar la idea. “¿Y qué más, por qué te gusta?”, insistió. “Porque tiene algo que ver conmigo, me recuerda algo de mí...”, le contesté como si escupiera las palabras. “¡Exacto!”, me respondió y, por fin, sonrió.
Después de admirar el cuadro de Antonia, pienso en las veces que he querido reproducir la vibración de la realidad en una fotografía. Al estar ante un atardecer majestuoso o un paisaje que quita el aliento, mi primer instinto es sacar la cámara fotográfica para capturar el momento y, más adelante, reproducir y conservar la “sensación”. Por lo general, me ha decepcionado el resultado, porque, efectivamente, la vibración, la energía no se puede imitar.
Una obra maestra es tan reveladora como la sonrisa de un niño, una puesta de sol o la mirada de los amantes. Eso hace que resuene en quienes la contemplamos.
Sé que todos tenemos una parte obscura como la muñeca negra del cuadro de Eiriz, pero no todos estamos dispuestos a enseñársela al mundo. Antonia no sólo la mostró, sino que, pintando en una superficie de 45 por 35 centímetros, dio una cátedra de manera magistral.
