Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Este día soleado, como todos los días busco qué leer. He terminado una novela de Emmanuel Carrere y avanzo con ánimo lento la última novela de Paul Auster, pero ahora no quiero nada escrito por contemporáneos. Quiero escuchar una música distinta y debo volver a la poesía, antes que ella me abandone. Muchas opciones enfrente, una libertad por decidir frente a los libros que siempre me han parecido un privilegio al que nunca he renunciado ¿Qué debo leer de la pila de libros que reposan en el escritorio y la otra pila que se levanta orgullosa en el buró? Veo libros que siempre están allí, porque allí se quedaron en mi buró después de ser leídos, porque temo olvidarlos y por alguna razón que no entiendo, necesito su física compañía. Veo entre en montón los últimos que llegaron con la gracia de la novedad y aunque son pocos, sé que hay uno al que debo regresar como el río vuelve al mar. Y el silencio sabio me arrastra al escritorio. Levanto los “Cármenes” de Cayo Valerio Catulo, la versión al español de Rubén Bonifaz Nuño que recién volví a comprar, porque alguien en los años, raptó mi viejo ejemplar de la primera edición de 1969 que conseguí a principios de los ochenta en la extinta librería de la UNAM en Insurgentes sur y con un descuento bajo presencia de la credencial. (No está demás recordar que “Cármenes”, en latín significa “poemas”, “cantos”, “encantamientos” entre otras acepciones).

Y es que los libros leídos, también son esencia del único patrimonio que nos queda vivo en el corazón y la memoria. Y de sólo tener los libros amados de nuevo entre las manos, resuena algo que me revela que lo conocido y bien recordado, es bienvenido, como esos amores para siempre que repentinamente vuelven y estrujan el corazón.

Ya lo he dicho, seguiré leyendo libros físicos por encima de todas las tabletas mágicas y las pantallas, diosecillas baratas. El papel sigue seduciendo mis manos y me gusta acariciar, tanto los variadísimos tipos de papeles y cartulinas de las portadas, como las pieles femeninas diversas que a mis manos vinieran. No desdeño las pantallas y las uso, en el sentido exacto de la palabra, pero los libros –al menos lo que me quede de vida– no se irán de mis manos, ni los dejaré ir. Y es que no soy el hombre práctico que lleva prisa por devorar información y saber cuántas cosas suceden alrededor de mí en la inmediatez que hace modelos de conducta y es la mejor forma de manipular montones humanos (eso, de mí, lo prefiero muy lejos). Mejor escribo con mi pluma fuente y leo los libros en mis manos, libros que subrayo y al subrayarlos, dibujo mi deslumbramiento en la página leída con el lápiz rojo, con la nota que escribo allí al lado de las palabras que son la mayor verdad de la tipografía.

El nuevo ejemplar, lo aparto y le encajo un separador. Por el gusto de recordar, busco en los libreros los inolvidables –para mí– “Poemas a Lesbia”. Busco durante largo rato y por fin encuentro el pequeño volumen editado por Martín Casillas. Leo los subrayados, los versos que hace treinta años dedicaba a cualquiera de las muchachas de aquellos días que rodeaban la vida de un aprendiz de poeta y en el platonismo perfecto, podía verme en voz del poeta veronés como si fuera mi propia voz. Y es que Catulo es un poeta estremecido que canta su poesía con la sinceridad, como latigazos dan al corazón, porque esos versos en los que el poeta empleó más de diez esquemas métricos distintos, entre los que se distinguen los versos hexámetros, el pentámetro combinado con el hexámetro en los dísticos elegíacos que deslumbran, así como el trímetro yámbico hiponacteo o el verso tetrámetro galoámbico que brillan en algunos de los cármenes.

Vuelven los años en que yo joven, leí a Catulo, el poeta que a fondo vio la vida y en sus oficios de vivir, entregó su alma blanca y negra al ejercicio de la concupiscencia, la traición, los celos, el amor desnudo y abundó sobre la amistad, el odio a sus enemigos y toda clase de disipación que lo llevó a escribir los poemas más cercanos a lo que pudo ser un hombre de su época (Catulo murió el año 54 A. de C. Se tiene duda si hubo nacido treinta o treinta y tres años antes).

Y es que la lectura añosa de estos versos, me recuerdan pasajes amorosos en los que nunca debí haber estado, sueños que debieron no serlo y sí instalarse en mi historia como hechos que hubieran determinado el futuro, oprobios que no se olvidan en las huestes de las relaciones de las que me culpo, odios callados y con el veneno suficiente como para asesinar. Allí en la lectura de Catulo pude descubrir esa galería de su tiempo de la que pude sentirme parte. Leeré de nuevo esos poemas de su amor por Lesbia, poemas donde el dolor por la muerte de su hermano es un leñazo directo, los poemas en los que injuria a Julio César y a Mamurras, el comandante de ingenieros del propio Julio César en la guerra de las Galias y en donde Catulo denuncia el enriquecimiento desaforado en las provincias a costa de la rapiña y el libertinaje sin medida ni pausa de este comandante. ¿Y qué de distinto sucede hoy día en los hombres de nuestro tiempo? Quizás lo que falta es un nuevo Catulo.

Veré qué me da la nueva lectura de este libro poderoso. Veré si la juventud perenne de su poesía, me devuelve la mía por instantes.º

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