La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Me resulta complicado hablar de la renuncia porque mi temperamento caprichoso quiere acaparar hasta lo imposible.
Esto no es una carta abierta.
Tampoco un texto que intente descubrir hilos negros.
Sólo son las palabras de una mujer que cría a otra mujer en un mundo donde las mujeres odian a las mujeres, y quien diga lo contrario, que eche mano de sus recuerdos.
Hablar con un adolescente es una empresa delicada, sin embargo, no existe error más arbitrario que no hablar con él (o con ella) sobre qué sí y qué no, y por qué sí y por qué no. Respuestas. Ansiamos siempre respuestas; de preferencia respuestas que nos satisfagan o nos convengan. Y si todos buscamos eso, los jóvenes lo demandan aún más.
Ser joven es, en parte, creerse invencible y merecedor. La juventud otorga muchas licencias, entre las más importantes, la licencia al yerro.
Ser joven implica equivocarse a diario y saber que ese error generalmente tiene remedio; cosa que no se ve mucho en la vejez, pues en esa etapa los desatinos cuestan algo más que un simple remordimiento. Equivocarse siendo viejo es condenarse al infierno de las culpas (acumuladas) y puede hasta costarnos la vida.
Entonces, ¿cómo hacer que mi hijo entienda la importancia de saber elegir, cuando la elección, en sí, conlleva la renuncia de algo?
Elegir es perderse un lado de la historia. De cualquier historia, siempre.
Es tan sencillo o tan complejo como sentarse a la mesa y tomar una manzana en vez de un mango. Una vez elegida la manzana, te perderás la dulce experiencia de esa carne amarilla.
Elegir es perder y es ganar al mismo tiempo.
Yo no creo en el bien ni el mal.
No creo que exista gente intrínsecamente mala.
Creo, más bien, que hay gente torpe y falta de visión. Que hay gente que elige equivocarse, sin embargo, en el tránsito de la vida tampoco hay malas o buenas elecciones; toda decisión es la mejor en el momento que se toma cuando se toma con libertad. Los juicios morales serán, en el mejor o en el peor de los casos, los que cobren vida como entes calificadores.
Mi hija sabe que a lo largo de treinta y cinco años he tomado decisiones libremente. Siempre libremente. Algunas me han dado plenitud, mientras que otras han desencadenando una serie de calamidades, pero al momento de elegir, he tenido plena consciencia de las consecuencias que se avecinan.
Al hablar de esto con la niña, sé que me mira y por dentro se llena de reproches. Como a todo hijo, la antecede el juicio y la experiencia desagradable de mis decisiones que le han afectado. Es normal, pienso, que los adolescentes crean que uno es imbécil. Sobre todo cuando se les recalca algo o cuando los queremos aleccionar. Eso, creo, se sintetiza en una palabra que también yo odié: educación.
A mí me pasaba diariamente. En la adolescencia no hubo un solo día en el que no pensara: mi papás son unos cretinos. Lo pensaba mucho y sólo renuncié a ese juicio desbocado hasta que fui madre y me vi obligada a representar el papel del ogro.
Elegir es perderte un lado del relato, sí, pero si se atina, te habrás saltado el nudo, los problemas, el momento en el que la caperucita se topa con el lobo.
Los padres fantaseamos con la idea de ser una mano omnisciente que vaya sobre ellos todo el tiempo para evitarles las caídas. Anhelamos ser eso. Sería fantástico, ideal; sin embargo, entre un mar de imposibles esa imagen se lleva el primer lugar.
Difícilmente se enseña a elegir. No existe un manual sobre la elección, así que el mejor camino para evitarle al hijo la frustración y el dolor, es advertirle que en toda elección hay una pérdida.
Y lo crea o no, a veces perdiendo se gana.
