Me lo Contó la Luna

Por: Claudia Luna / [email protected]

Desde que tenía 13 años, el cigarro se convirtió en mi mejor amigo. El olor a tabaco me parecía delicioso, me provocaba un sentimiento de protección, como de haber llegado a casa. Un buen día fui a la tienda, compré una cajetilla, me metí en un baño y empecé a fumar. Años después descubrí que mi papá había fumado cuando yo era pequeña. Supongo que, en mi mente, relacionaba sus abrazos con el olor a cigarro.

Pasé años fumando. A mi parecer, lo manejaba muy bien: dos o tres cigarros cada día. Nada serio. Eso sí, cuando me iba de fiesta, la cuenta subía. Con las amigas, los chismes se volvían más sabrosos y las confidencias más profundas cuando nos juntábamos a echar humo.

Cuando me atacaban la ansiedad o el enojo, fumar se volvía impostergable porque el cigarro siempre lograba espantar esas emociones o, por lo menos, calmarlas. Tan pronto daba la primer bocanada y el humo entraba a mis pulmones, me llegaba la certeza de que todo iba a estar mejor.

La molestia comenzó cuando quise correr. Salía en las mañanas con mis hijos, empezaba a trotar con ellos. De pronto, aunque mis piernas no se habían cansado sentía que me ahogaba. Paraba y veía con frustración cómo se alejaban mis hijos, con sus piernas largas y su paso de caballo fino, mientras yo me quedaba inmóvil, sin aliento y maldiciendo los cigarros que me había fumado el día anterior.

Empecé a buscar una señal divina para dejar el cigarro que, con certeza, es un vicio pegajoso y difícil de sacudirse. Una noche fui a cenar con Fernanda y otros amigos. Durante la cena, mi amiga se levantó, yo la seguí, asumiendo que iríamos a la terraza a fumar. Cuál sería mi sorpresa cuando me dijo que había dejado el cigarro. Fernanda, con quien en el pasado me había acabado cajetillas, entre tequilas y risas, ya no fumaba. Pasada la sorpresa, me atacó la envidia. Yo quería “eso” que ella tenía, lo deseaba a toda costa. Deseaba dejar de fumar y adquirir la sonrisa tranquila y la fuerza que tenía mi amiga.

La tan anhelada señal llegó unos días más tarde. Manejaba de vuelta a casa y cruzaba por un barrio “complicado” de la ciudad. Parada en una esquina, estaba una pareja bastante atractiva como de unos 40 años, pero no fue eso lo que me llamó la atención, sino la expresión en sus caras. Él se veía preocupado, hasta alarmado. Ella, recargada en el poste, tenía la mirada perdida. Hacía gestos como si quisiera vomitar y, a ratos, movía las manos con lentitud, como si espantara a algún fantasma. El primer pensamiento que cruzó por mi mente fue: “Está totalmente drogada”. Miré el reloj del carro, eran las 11:45 de la mañana. De inmediato en mi cabeza se formuló el primer juicio: “Esta mujer es una idiota, ¿no se da cuenta de que su cuerpo es su mejor herramienta?”.  Tan pronto lo pensé, mi conciencia saltó y me espetó en la cara: “¿Por qué te afecta tanto lo que hace una desconocida, Claudia? Tú haces lo mismo con los cigarros. No los puedes soltar”.

Cuando algo me choca, me molesta o me produce cortocircuito, mi pregunta obligada es: “¿Qué hay ahí que es mío y que no soporto?”. Me afectó de tal manera el darme cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo que la mujer de la esquina, por lo que al llegar a mi casa, cuando vi que tenía dos cigarros en la cajetilla, me los fumé despacito mientras volvía a sentir los abrazos de mi papá y, por fin, lo dejaba ir…

Ha pasado una eternidad desde que prendí el último cigarro. Mentiría si dijera que ha sido fácil. Me he valido de todo tipo de recursos para evitar encender uno: bebo agua hasta que siento que se me revienta la panza, salgo a correr en las mañanas, digo las tablas de multiplicar y, en casos de emergencia, repito los poemas más graciosos que recuerdo.

Debo confesar que hay días en que extraño mucho fumar un cigarro. A veces mis recursos no funcionan. Me entra una ansiedad espantosa y mi cabeza empieza a inventar cualquier justificación para encender un cigarro. “Sólo uno”, me digo, “sólo uno”… Sé que lo mejor que puedo hacer en ese momento es quedarme quieta hasta que pase. Es entonces cuando cojo fuerzas para la siguiente vez que suceda.

 

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