Estela Galicia, guardiana y baluarte durante más de tres décadas de la Biblioteca Palafoxiana, hizo el último viaje, del que no se retorna; con toda seguridad charla con su fantasma favorito: Juan de Palafox y Mendoza.
Carta de Boston
Por Pedro Ángel Palou / @pedropalou
Para mí, como para Borges, el paraíso tiene la forma de una biblioteca. Pero en la mía la bibliotecaria, imponente tras una enorme mesa de marquetería, siempre será Estela.
Ayer de hecho, Estela Galicia Domínguez hizo el viaje último, del que no se retorna y con toda seguridad está charlando con su fantasma favorito, Juan de Palafox y Mendoza, el obispo virrey de cuya hermosa biblioteca ella fue a la vez que guardiana, baluarte por más de treinta años. He contado esta anécdota muchas veces. Era un niño de ocho años y caminaba por los pasillos de la Casa de la Cultura de Puebla; entré a la Biblioteca Palafoxiana. Su directora de entonces, Estela Galicia, leía tras sus espejuelos frente a la enorme mesa de marquetería. Me preguntó si sabía leer (¡Claro que sabía, qué insulto!, pensé). Me tendió una hoja mecanografiada con un poema, después supe que era de Borges, La Rosa. Me estaba grabando. Al final puso la cinta y me dijo: “Ya ves cómo no sabes leer, si quieres ven todos los sábados y yo te enseño”. Allí empezó mi aventura con las letras, gracias a Estela y su sabiduría. Vino todo Borges, y Contemporáneos, y Lascas, y el Idilio Salvaje, y mucha literatura y Alfonso Reyes y… bueno. Yo fui creciendo entre esos ocho años y los catorce en medio de un ambiente riquísimo para un artista cachorro, por así decirlo, a la Dylan Thomas. Estela fue mi mentora. Me enseñó a leer literatura, pero también a comentarla: de la mano de Wolfgang Kaiser y Dámaso Alonso. Me explicó en unas diez lecciones el Curso de Lingüística de Saussure. Y me llevó a leer mucho más que lo que un joven lector encontraba entonces (Salgari, Dumas, Verne). Me hizo lector y me hizo escritor. En 1978, el último día del año un cataclismo cambió su vida para siempre, la muerte intempestiva en un accidente al caer de una escalera de su pareja, Eladio Villagrán, otra de las mentes más brillantes en la literatura de esa época de Puebla, fundador del famoso club de los Cronopios en su casa de El Alto. En 1981 viajamos juntos por Europa. Yo acompañaba a Estela para que ese viaje no se truncara por la tragedia, lo había planeado tanto. Fuimos a Estocolmo y a Ámsterdam, a Londres y a París, a Roma y a Venecia. En ese viaje conocí a otra Estela, íntima, socarrona, endiabladamente inteligente. Me contó que Rosario Castellanos, cuando fue su maestra en el doctorado en la UNAM (también fue su maestro Agustín Yáñez, de quien tenía un mejor recuerdo), le había robado un trabajo sobre Sor Juana que la escritora chiapaneca publicó casi sin modificar a su nombre. Otro pequeño terremoto en la entonces joven Estela, que decidió regresar a Puebla del infierno de la Ciudad de México y su competitividad. Siempre pienso que a ella lo que le gustaba era leer y que la dejaran tranquila. Compaginaba sus clases en la preparatoria del Colegio Americano (donde se ganó el mote injusto de Miss Malicia) con su amada Palafoxiana. En 1986 nos llevó a mí y a un compañero de la licenciatura en letras, Felipe Gutiérrez, a dar clases con ella. Éramos cómplices desde hacía años, pero allí encontré a la maestra que amaba a sus alumnos, que los hacía pensar y crecer.
En 1998 empecé con ella y con la actual directora de la biblioteca, Diana Jaramillo, un largo proceso para hacer de su Palafoxiana Memoria del Mundo de la UNESCO. Es uno de los proyectos que más orgullo me dieron durante mi paso por el servicio público en Puebla. Mientras esto pasaba el terremoto de 1989 casi nos destruye la biblioteca. La labor de ingeniería nos permitió resguardar el inmueble y ADAVI y Alfredo Harp nos ayudaron al fin a catalogar el acervo y digitalizar algunas de las piezas centrales del repositorio. Nuestro sueño aún lejano: que la Biblioteca Palafoxiana (de la que empecé vendiendo postales por los pasillos para que hubiera más recursos, pues siempre ha sido olvidada y terminé, de broma, siendo subdirector, pues me mandé a hacer unas tarjetas de presentación con el falso título de niño y ella no chistó, le hizo gracia mi osadía). Cuántos sábados, al final de las clases informales, me invitaba a comer un fondue – mi favorito – sólo para seguir hablando de literatura, ¡con un adolescente! Le gustaba comprar figuritas de vidrio soplado que yo encontraba muy cursis. Un pozo, por ejemplo, con todo y su barrilito para agua, o una jirafa. Íbamos al Parián a buscarlas y luego de regreso a la Palafoxiana, pero siempre pasábamos por alguna librería donde me señalaba qué libros debía leer. Los libros de Estela eran carísimos para un joven, así que decidí entrar como empleado eventual a Rodoreda, una tienda de ropa, para poder hacerme de esas joyas. Cuando llegaba con un libro nuevo al sábado siguiente ella sólo sonreía, pero luego –digamos al mes– me hacía una especie de examen riguroso de lo leído. No se le pasaba una.
¿Quién era en realidad esa mujer reservada, con el cutis perfecto y el pelo negrísimo que leía a Borges tras una mesa de marquetería? ¿Quién era la Estela que lo mismo defendía con el cuerpo su biblioteca para que no se convirtiera en una escenografía de los políticos poblanos e intentaba, casi vanamente, conseguir recursos para que los libros que contenía, que nunca son un adorno, pudieran ser consultados por investigadores de todo el mundo? ¿Quién era la brillante crítica literaria que deslumbró a Agustín Yáñez y a Francisco Monterde? ¿Quién era esa mujer aparentemente indómita y terriblemente frágil para quien los libros fueron una muralla defensiva? Creo que no he conocido a alguien más sensible, más intensamente ensimismada en lo que la lectura y la palabra revelaba de la naturaleza humana. La vi amar, pero también la vi sufrir. Sobre todo al final esto último. No todos estamos equipados para sobrevivir a la grosera prosa del mundo. Estela tenía algo de alma etérea, como si hubiese sido simplemente la reencarnación de una Santa Teresa de Ávila en un cuerpo prestado, en una ciudad extraña, con seres hostiles. Lo único familiar para ese espíritu era la poesía contenida en los libros, la infinita felicidad de la palabra.
