Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Para Tamara Sosa

Leo una opinión reciente de Manuel Vilas, sobre el pudor en la literatura y me viene el sonrojo con solo pensar que al escribir, el pudor –a veces invencible– ha evitado que se escriba, o al menos sea un obstáculo para escribir la verdad, aunque muchas veces, el escritor pase el tiempo tratando de esquivar la confesión y la exhibición de lo que no quisiera ver en un libro publicado. Y es que lo hemos visto con frecuencia, en ciertas novelas memorables donde el autor está por todos lados en el alma del protagonista y las preguntas sobre su biografía abundan, como la pregunta que Ernesto Sábato respondió, cuando le preguntaron si su novela El túnel era autobiográfica. “Hasta hoy no he matado a nadie”, respondió, “aunque las ganas no me han faltado. Y es posible que esas ganas, expliquen el crimen de Castel (el protagonistas), porque en un sentido más profundo, no hay novela que no sea autobiográfica, si en la vida de un hombre incluimos sus sueños y pesadillas”. Los personajes representan a su autor en alguna de sus aristas invariablemente, asegura. Sabato reconoce que así, el resto de los personajes de esta magnifica novela, en algo lo representan.

O la famosa pregunta que le hicieron los lectores estambulíes a Orhan Pamuk en innumerables cartas, cuando apareció su asombrosa novela El museo de la inocencia y que años después, en una de sus conferencias de Harvard, lo respondiera con una precisión apabullante. “¿De verdad le sucedió todo esto, señor Pamuk?”, es su conferencia que aparece en el libro que contiene las seis conferencias pactadas con la universidad norteamericana: El novelista ingenuo y el sentimental. Y después de leer su novela, se comprende por qué los lectores preguntaron con fruición si él era Kemal, el protagonista. Y es que Pamuk coincide con la edad del protagonista en el momento en que aparece en Turquía la novela y la historia que narra, sucede con el paisaje real de la ciudad, tal y como los habitantes de Estambul, la viven en carne propia. Sin embargo el pudor del autor de Me llamo rojo, pudiera haber sido un impedimento cuando decidiera escribir esa historia de amor que va muy lejos y se posesiona como una de las historias de amor de mayor demencialidad y obsesión que se hayan escrito en los últimos años. El pudor, pudo haber sido el factor primero en que la novela no se escribiera, sin embargo Pamuk, poseído por una fuerza mayor, la hubo escrito. Y me pregunto, si Pamuk habló de sí mismo y de su modo de amar, o si se enamoró de su personaje Füsun, que no existió en la realidad suya, sino en su galería de invenciones. Y quizás no importa ¿O sí? Y si importa o no, de dónde llegaron personajes e historia, la novela está allí, contándose por sí misma, rebasando la realidad de la que hubiese venido. Y tal vez no debe importar a nadie de dónde llegó ese río de palabras –en voz de un narrador omnisciente– que cuentan una potencial historia de amor, en las que pocas veces hemos visto a un amante de esas dimensiones que llega hasta la locura de hacer un museo que recoge los instantes del amor (No hay que olvidar que Pamuk, en la realidad, hizo un museo como el que construye su personaje Kemal en la novela). La novela es la dueña de esos seres y en esa jaula de palabras que el relato inventa, es donde de verdad la historia vive. Estambul es “la aldea” que Pamuk conoce, por citar a Flaubert. Estambul es donde él aprendió el amor y los demás parásitos que crecen en el corazón de un hombre; fue allí entre sus habitantes en donde descubrió los tesoros negros del amor y las alambradas de la desdicha que en el amor se deben cruzar y no quedar atrapado en sus filosas púas.

Y no sería la vergüenza, ni el pudor lo que hicieran que el aprendizaje del novelista, deje oculto, callado, escondido o disimulado en la vida de sus personajes, lo que de la vida real pudo aprender. No hay otra que decirlo, como si fuera un vómito hermoso, como lo ha llegado a ser para muchos escritores la creación de sus novelas. La escritura debe abandonar el pudor, y no solamente para escribir esta moda de la autoficción que se dio en llamar en los últimos años a esa clase de novela, sino para construir una obra con lo que le convenga y con lo que esta necesite. Debe escribirse contra todo y sobre todas las cosas porque los que escribimos, a eso hemos sido condenados y no hay salida. Los que no necesiten hacerlo y les falte pasión y talento, pueden guardar silencio. Y si no, debemos saber que somos nosotros mismos, la mejor herramienta de invención que tenemos en las manos que deben ser diestras con las palabras, la imaginación y la memoria.

Y lo sé porque en las novelas que hasta hoy he escrito, puedo verme, porque no conozco más que la persona que soy, una persona que como muchos viven su historia de tropiezos y realizaciones, una vida simple como cualquiera. La diferencia entre el novelista y los demás, quizás radica en que su observación y su imperiosa necesidad por narrarlo todo, lo expulsa por momentos del mundo ordinario. Dice Sabato que la diferencia entre un novelista y un loco, “es que el novelista puede ir hasta la locura y volver. Los locos no vuelven, ni son capaces de escribir una novela de locos. Una novela es un cosmos, un orden. Y el demente vive en el desorden total.” Y con esta comparación, vuelvo al pudor y la vergüenza. El loco no tiene pudor ni otras restricciones y quizás el novelista, el verdadero novelista, tampoco lo tiene cuando escribe. Quizás después llegue a sonrojarse, cuando el libro está en manos de los demás, aunque sé que eso tampoco importa al verdadero artista.º

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