Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Como parte importante en mi oficio de escritor, y como muchos saben, imparto talleres de escritura que han tenido resultados de fertilidad abundantes; libros de muchos de los participantes publicados durante los últimos veintiséis años son la prueba. Con el tiempo, entre los que a mis grupos de escritura asisten, he explorado por distintas vías, la escritura de textos y he probado las estrategias (nunca hablo de métodos), las formulaciones de planes de escritura narrativa o poética con muchas variantes. Descreo de hacer proyectos de libros, como si fueran tesis para grados académicos y desde que aparecieron las becas “de apoyo a los creadores”, se ha obligado a los escritores a hacer proyectos de sus futuras obras. A muchos les gusta, les funciona y se vuelven magníficos proyectistas. Lo hacen para ganar las polémicas becas y otros beneficios institucionales. Hoy los jóvenes que quieren escribir, ya no conciben una obra sin un proyecto previo (y eso sí es lamentable). La gran literatura nunca fue producto de ese tipo de planes. El Estado –desde el salinato–, ha metido a los escritores en México en ese sistema y los mantiene en dinámicas de cacerías anuales, en las que lo que menos importa es la profundidad del oficio verdadero y la salvaguarda del misterio con el que se escriben las obras. ¿Cuál será el futuro de la literatura becada? Pienso que algo se ha perdido del verdadero oficio del escritor con ese nuevo fenómeno en el que incluyo la proliferación de las confusas escuelas de letras, donde se cree que deben salir escritores a la fuerza y “científicos de la literatura” ¿¡Qué es eso?! Hasta aquí este comentario.
He cambiado de nombre a mis talleres de escritura. Ahora los llamo “laboratorios”. ¿Y qué es eso? De inmediato –me lo dijo un amigo–, se piensa en un microscopio, en tubos de ensayo, superficies de cristal, soluciones, análisis, pruebas y hasta explosiones en la cara. Pues sí. Eso sucede y como un símil de lo que hace un químico o un patólogo (porque los tejidos siempre son del pasado, es decir, son historias muertas, historias que ya sucedieron. Quizás no sea nada nuevo la figura de un laboratorio, pero para mí ha sido un descubrimiento y en mis novelas que he escrito, lo he hecho. Ahí la vida mía y las historias que he narrado, se han diseccionado, se han puesto bajo cristales y microscopios, hasta que puedan vivir como la literatura vive.
Y así, bajo mis manos que despiertan con el sonido de las palabras en el sueño, siempre hay una historia que debo escribir y no es, sino escribiendo que sé, si la historia debe ser escrita o no. La mayoría de las veces no se escribe, y no precisamente porque la historia no lo merezca, sino porque mis instrumentos de creación, no alcanzan o le quedan chicos a la historia que llegó en bruto. Y es precisamente ese reconocimiento, el que me ha enseñado que hay historias indomables por nuestra pluma, inaprensibles que nunca podré escribir aunque sean apetecidas y deseadas. Mejor alejarse de ellas y amarlas de otra manera y esperar. Y llegará la historia con la que si pueda nuestra capacidad, pero nunca sé cuándo, o si acaso ha de llegar. Allí es la paciencia la mejor herramienta y por supuesto, la búsqueda constante, la exploración empecinada del mundo, pero sí, la paciencia.
Pero me pregunto qué cosa es una historia al momento de la escritura. He aprendido al verlas pasar, de escuchar con pertinaz interés cómo los demás cuentan su historia como lo extraordinario, como lo único, como la mejor parte de su mundo cuando la historia ya se ha vuelto polvo, cenizas, agua en las manos. Cuando ya la historia es palabras. Y es que son nada las historias que no se cuentan, afectaciones de nuestro mundo que siempre buscan en las cartas del tiempo pasado, que es del tiempo del que se alimenta la literatura.
¿Pero por dónde comenzar a narrar? Una historia es una esfera perfecta de la que se debe encontrar la punta de un hilo inesperado y comenzar con las palabras (no hay otra) exactas. ¿Y cómo saberlo? Pues debe saberse, porque el oficio de narrador incluye saber la historia sin pretexto, ni compasión. El escritor debe saberlo todo, debe entender todo lo que a la historia que está escribiendo, se refiere. Nada debe desconocer, porque la historia, cuando se desconoce, aparece, como decía Hemignway, llena de agujeros. Y cuando llega aquella para la que somos capaces de contarla escribiendo, despiadadamente, debe narrarse en el cuaderno.
Y luego viene una pregunta: ¿Debe escribirse una historia que nos atrapa y nos apasiona narrarla, y hasta sentimos la necesidad de escribirla, si no sabemos nada de lo que trata? ¿O por el contrario, debemos escribir la historia de la cual sabemos demasiado y conocemos de cerca a los protagonistas aunque nos de pudor hablar de ellos? Debe escribirse. El escritor debe ser obediente y despiadado con la realidad en la que ha sido construido. Debe escribirse, claro que debe escribirse y allí está la obligación que el escritor debe tener por conocer, aprender, comprender por todas las aristas, la historia que ha de guardar en las palabras y entender todos esos hoyos oscuros que las historias tienen por naturaleza.
Con este símil del laboratorio, sin que deje de ser un juego, se explora, se experimenta (nada que ver con los espíritus vanguardistas), se prueba, se abren las palabras, se diseccionan las historias. Pero lo interesante, es que también se disecciona la historia personal, y se cuenta nuestra historia hasta que se vuelve literatura. Y eso es lo esencial, porque –paradójicamente– también se escribe para saber. Y al final, lo sabremos más.
