La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

El viernes por la noche, durante una breve estancia en Pahuatlán, me tocó ver la salida de una procesión.
Algo queda claro: no soy católica. No soy cristiana. Antes me consideraba atea, pero creo que es más acertado decir “soy agnóstica”.
Dudo. Dudo te todo. Dudo hasta de esto que estoy escribiendo. Dudo que yo sea “yo”, y a veces dudo si habito (o no) este mundo.
Ese viernes estaba viendo la procesión con mi hija: una niña de quince años a la cual no bauticé ni le hice tres años ni confirmé ni tuvo comunión ni confirmación. Si la mente no me falla, recuerdo que la primera vez que mi hija pisó una iglesia fue cuando tenía como siete años, y eso porque ella me lo pidió.
Estábamos en Atlixco y la fiebre de las princesas de Disney estaba en su apogeo. La niña simplemente volteó a su derecha, vio el templo y dijo: “mira ese castillo, quiero entrar”. Y la llevé. Apenas cruzamos el umbral, la chamaca se pegó a mis faldas. Caminó unos cuantos pasos y, horrorizada a los pies de una virgen enlutada cuidando a un tipo severamente ensangrentado, musitó: “me quiero ir. Este es el castillo de la bruja mala”. Sin embargo, no atendí la súplica de la niña, sino que la hice dar la vuelta entera al templo. Con mis palabras le fui explicando quién era quién y por qué cada cual estaba en equis posición.
No soy cristiana ni católica, pero en la tierna infancia mi padre nos ponía a mi hermano y a mí a leer algunos pasajes bíblicos, cosa que nos reventaba el hígado pues nos robaba tiempo precioso de nuestros domingos, pero que a la postre agradecí porque La Biblia es, sin duda, un compendio de libros muy morbosos y fascinantes.
La chamaca no tardó en ponerse espesa y comenzó a patalear para que la sacara del castillo de la bruja. “No, espera. Esto tienes que saberlo si eres humana, porque eres humana, ¿no?, dije, aunque a veces tengo la sospecha de que en realidad eres un alien”. La niña gruñó. Yo me empeciné en terminar el juego.
Así pues, la infanta escuchó la triste historia de aquel hombre que era un hombre muy dotado para su tiempo. Un hombre que hablaba mejor que los pescadores a los que adoctrinó. Un hombre que ni nació por ósmosis ni fue concebido por una paloma como las que a diario defecan en las cabezas de los parroquianos del parque. Un profeta que fue traicionado por un listillo al que le valía madres su salvación. “Ese listillo lo que quería era dinero”, le dije. “Y por codicioso y por desleal terminó ahorcándose el muy blandengue”, así le dije a la niña para que nadie le viniera después  con cuentos de hadas. Y ella lo comprendió a la perfección, aunque no sin cierta reticencia. En fin. Cada quien interpreta la historia como le conviene, pensé, y salimos de la iglesia listas para atascarnos de helados y chocolates en el parque.
Esa misma niña a la que le conté una breve y brutal y tergiversada historia del cristianismo, estaba conmigo observando la salida de la procesión en Pahuatlán. “Mira, ahí vienen los romanos”, dije. Y la ahora adolescente volteó rápidamente para enfocar la escena mientras las  tubas y los cornos de pueblo resonaban por todo el jardín. “¿Y qué van a hacer los romanos?”, preguntó. “Serena, morena”, dije, “ellos van primero, pero ahorita sale un Jesucristo  panzón al que seguro le atizan unos buenos fuetazos como los que se merecen todos los chamacos insolentes que desobedecen a sus pobres madrecitas”. La muchachita abrió los ojos como pensando: “ah qué pinches costumbres tan bárbaras”. Y digo que pensó eso, pero seguro usó palabras más fuertes.
Total que pasaron los minutos, se nos terminaron los esquites y los garapiñados, y nunca salió el prometido Cristo panzón. No me quedaba otra más que rectificar o seguir fabulando: “bueno, bueno, alguien ha de salir. Si no es Cristo será alguna virgen”. La chamaca se me quedó viendo con cara de “Ay, no jodas mamá”. Dos, cinco minutos. Pasó un vendedor de gomitas y le chiflé. “¿A cuánto el cuarto de viboritas enchiladas?”. “Veinte varos, señora”, respondió el chavo. Pedí un cuarto de víboras y un cuarto de pistaches. En eso mi hija me jaló del suéter y dijo: “¿Ella es la virgen?”. Miré hacia la escalinata de la iglesia esperando encontrarme una virgen cerámica llevada en andas, sin embargo, la única figura que estaba parada en ese instante frente a la puerta era la de una señora pequeñita envuelta en un rebozo negro. Estuve a punto de zapear a mi muchacha por querer burlarme, pero ella hablaba en serio (lo que me pareció, más que tierno, poético)
No la saqué del error, simplemente le dije que la iglesia se había vaciado y que seguro el Cristo saldría hasta el día siguiente, es decir, el Sábado.
La niña, que estaba ansiosa por ir a una pelea de gallos, tomó una delas bolsas de gomitas que compré minutos antes y apretó el paso.
Yo me quedé pensando que aquella historia terrible del cristianismo que le conté el día del “Castillo de la bruja” la había trastocado a tal grado que prefirió bloquearla de su joven memoria, pues de no ser así, recordaría con horror que  la virgen enlutada de los templos es una fría figura de barro y no una viejecita inofensiva que asiste vicariamente a las procesiones de Semana Santa.

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