Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / claudiarl92@hotmail.com

 

Carlos Luna, gracias por prestarme
tus ojos todos estos años.

Tengo la fortuna de visitar una exhibición de Rufino Tamayo en Washington, DC. El Museo Smithsoniano se aloja en un edificio patrimonial que, en sus orígenes, fue la oficina de patentes de Estados Unidos. Construido a mediados del siglo XIX, es considerado uno de los mejores ejemplos de arquitectura griega del renacimiento de este país. Al caminar por sus pasillos, me emociona percatarme de la cantidad de obras de arte que encierran sus muros, piezas de todas las épocas que parecen resoplar, como si estuvieran vivas, al compás de mis pasos.

A la exhibición de Tamayo se le asignó una sala espaciosa. A la entrada me recibe un enunciado del artista en el que, de manera sencilla, explica que siempre se sintió orgulloso de ser mexicano, pero que al mirar hacia afuera, se percató de que su arte debía ser universal para ser entendido en todos los rincones del mundo. Sin lugar a duda, Tamayo logra su cometido. En su obra, mira constantemente para atrás, a sus raíces para, entonces, avanzar y contarle su historia al mundo.

Al mirar sus cuadros, me resulta fácil meterme bajo las capas de su pintura y respirar a México desde adentro. Me paro frente a una de sus piezas y, de inmediato, me transporto al Zócalo de Oaxaca, donde soy testigo de la plática entre las tehuanas en un día de plaza. Frente a su obra es fácil ver al México bonito que me gusta, el de los mil colores y sabores, el de la gente buena; al país honesto, dicharachero y profundo, tan y tan profundo… Aun viviendo en Estados Unidos, Rufino siguió hablando de su gente y de su tierra. Su obra me hace pensar que, al alejarse de su patria, ésta le salió por los poros y se plasmó en su pintura. Con su obra mira al infinito, al cosmos y habla desde ahí.  Se convierte, como en sus cuadros, en el hombre que observa el cielo y se sorprende con su inmensidad, en un personaje que se siente parte del universo y que es capaz de alcanzar la Luna.

Más adelante en el recorrido, me detengo ante un par de cuadros de denuncia social. Movimiento febril, 1935 y Animales, 1941. La primer pieza muestra a un grupo de obreros en el exterior de una fábrica. Frente a ellos hay una figura que levanta el brazo y que los llama a la acción. Esta pieza enfrenta a los espectadores con la cruda realidad del obrero común de aquellos años. La segunda pieza muestra a un par de perros que ladran en un paisaje desértico salpicado de huesos. La caja torácica y los colmillos de los perros son, por demás, prominentes. Esta es la primera pieza en la que Tamayo utiliza a los animales como alegoría. A través de ellos comunica las ansiedades y las injusticias de la guerra.

Recorro la muestra por segunda vez al lado de Carlos, mi marido. Siempre me ha gustado ver a través de sus ojos. Juntos encontramos florecitas, pajaritos y estrellas en los cuadros. “Son elementos para balancear la composición, para subir el ojo en el recorrido visual de la obra y que la imagen principal no se caiga”, dice Carlos.

Tamayo pudo haber elegido cualquier otro elemento, pero elige flores y pajaritos. Esto me encanta porque habla de la esperanza. No importa el tamaño de los horrores, para él siempre saldrá la luz.

Rufino, en su obra, no ignora la injusticia y el sufrimiento. No cierra los ojos ante los problemas, la enfermedad o la guerra. Los mira de frente, denuncia y se indigna, pero no permite que ese dolor se vuelva suyo. Lo mantiene a raya como a un animal salvaje y, al final, lo alumbra todo con su infinita esperanza y certeza.

Te amo, Rufino, porque tu pintura canta, baila y me contagia las ganas de vivir. Basta con entrar a la sala del Smithsoniano para percatarse de que ahí todo es luz, color y vibración. Pero te amo más porque, sin importar lo que hayas pasado y lo que hayas visto, te encuentro en tus obras con una risa franca que viene desde muy adentro. Una sonrisa vieja con ojos de niño. ¡Vive por siempre, Rufino Tamayo!

 

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