La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Luz tenue. Música de cuencos. Aromas cítricos  y una cama.

No. No estás en un hotel con tu amante. Tampoco en un motel (los moteles huelen a cloro fresco). Estás en un cuarto de masaje con una mujer que en tu vida has visto. Una señorita con uniforme blanco, como de enfermera. Una señorita que te indica: voy a salir para que te puedas quitar la ropa y te acuestes debajo de la sábana y sobre la toalla.

Te deja ahí unos minutos. Te desvistes pensando cuánta gente se ha echado en esa cama con agujero en la cabeza. Te desvistes y la penumbra no te deja mirar las imperfecciones de tu cuerpo. Un cuerpo que está apaleado por el trabajo. El cuerpo que, quieras o no, te ha acompañado desde que naciste.

Te recuestas boca abajo y te tapas.

La señorita regresa y baja la luz un poco más. Sólo estás tú y ella. Y la bocina y los aceites y alguna orquídea que decora la mesa.

La voz de esa mujer es una voz suave, como te hada. Si eres hombre o gustas de las mujeres, esa voz puede llegar a provocarte cierta excitación aunque ya has visto a la mujer y no sea precisamente el tipo de mujer que te gusta. La voz, serena y modulada, te guía a un trance inducido.

Suena un cuenco y la voz te dice que estarás ahí una hora. Te dice que debes relajarte. Apenas te dice eso y tú ya estás embebido en extraños pensamientos. ¿Qué piensas cuando no quieres pensar? Piensas todo.

Ese momento es quizás el momento en el que, al contrario de la instrucción, piensas más. Más y mejor.

La mujer pasa sus manos húmedas por tu espalda. Algo duele ahí, pero te gusta ese dolor.

Luego aprieta el ritmo del masaje y baja a las piernas: las estira, las encoge, las maltrata.

Te pide, con esa voz etérea, que pongas la mente en blanco. Pero tú sabes que poner la mente en blanco es cosa de monjes tibetanos. Es tema de yoguis. Es el punto más álgido del silencio y, por qué no, del supremo egoísmo.

Hay una vida allá afuera. Tu vida.

Tu vida sigue sin ti detrás de esos muros: las deudas, los acreedores, los pagos, el tráfico, los niños.

Estás ahí, simplemente, en pausa. Dejando que una mujer te manosee a su antojo. Y te gusta. Hay algo de masoquismo en el abandono.

Y piensas en random ideas sueltas: la cara de esa persona que te inquieta y no se va. La tonada repetitiva de una canción de Mick Jagger que te sigue desde la mañana.

La mujer sube sus manos de sacerdotisa hacia tu cabeza. Eso te gusta. Te gusta que te toquen el cabello, que de pronto te jalen del cuello un paso antes del estrangulamiento.

Tu cuerpo agradece esas manos, y al final piensas: ¡qué suertudo el hombre que tenga esas manos en casa!

Los cuencos suenan.

Game over.

La mujer se acerca a tu oído y te avisa que todo terminó. Y esa frase es peor que cuando alguien te avisa que ha muerto el cliente de quien esperabas un jugoso anticipo.

Te vistes, las luces se encienden. Vuelves a mirar el rostro de la maga que te ha sabido arrancar de la realidad por unos minutos. La ves bien: su voz no concuerda con esa cara, un tanto agria.

Sales del lugar, y mientras esperas el auto, enciendes tu segundo de cigarro del día y te contestas esa pregunta que dejaste en el aire: “no. Seguramente esa mujer no obra maravillas sobre el cuerpo amado. Y no las obra porque eso que tanto te hizo feliz a ti durante una hora… eso, para ella, es una chamba rutinaria y obligatoria”.

Y el show tiene que continuar.

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