La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Tres de mis ídolos literarios nunca recibieron el Premio Nobel, y ni falta les hizo.
El primero, obviamente, es Borges. A Borges la academia lo desdeñó por no haber
despotricado contra Pinochet. Por ser “un gran conservador”, y cientos de etcéteras.
Al segundo jamás se lo hubieran otorgado por la simple y llana razón de que era un
furibundo crítico de los premios literarios (aunque desde que inició su carrera como
escritor, hasta que cumplió 40 años y se pudo mantener sin que el Estado diera
migajas): el grandísimo Thomas Bernhard.
Bernhard, virulento y sabio como él solo, dijo un día que quien recibe un premio está
condenado a aceptar que quienes lo premian defequen sobre su cabeza una y otra vez
por el simple hecho de haber “tenido” (que no deseado) que aceptar el premio.
Coincido con Bernhard: aceptar cualquier dádiva disfrazada de tributo te pone en el
sitio más vulnerable. Te conviertes en rehén de tus bienhechores. En escoria barata
frente a los demás (envidiosos).
El tercer monstruo de la literatura que jamás vio el Nobel en su casa ni en los cintillos
de sus libros, murió ayer a los 85 años.
Philip Roth pasó ya a otro plano de existencia quedándose siempre en la antesala del
codiciado premio. Sin embargo, como Borges, como Bernhard, Roth estaba más allá de
esa horda de jueces tan corrompida en estos días.
Figúrese usted, amable lector, qué tan laxos criterios siguen hoy los suecos que, de los
judíos más controvertidos e icónicos del mundo, prefirieron dotar de gloria a Bob
Dylan y no a Roth, quien dedicó gran parte de su obra a escudriñar los claroscuros de
su pueblo.
Pocos, poquísimos retratos de lo absurdo y de la complejidad yidish como “El lamento
de Portnoy” y “Operación Shylock”. Esto sin mencionar que Roth escribió una de las
tres novelas americanas fundamentales –junto con El Gran Gatsby y Moby Dick–.
Hablo, por supuesto, de “Pastoral Americana”.
Así que… Philip Roth nada le debe a este mundo.
Y mucho menos a la gentuza de la academia sueca.
¡Gloria a Roth!
