La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

“Pase, por favor. Desvístase de la cintura para abajo, póngase esta bata, acuéstese y suba las piernas justo aquí”. Si me lo dijera mi galán, éstas palabras serían ígneas.

Es más, le cambiaría dos cosas: lo de desvístase de la cintura para abajo y lo de ponerse la bata. Sobre todo porque las batas de hospital son una mentada a la dignidad de cualquier ser humano.

“Pase por favor y desvístase”, agrrrrr, Una frase terrible cuando te las dice un ginecólogo. Por más que el tipo sea la imagen viva de San Pafnunzio reencarnado, te cimbra.

Y en esos momentos, antes de llegar a la camita de las perneras metálicas, haces un exhaustivo escaneo de la personalidad del doctor.

Piensas:

¿cuál es el móvil siniestro de un hombre que quiere estar viendo vaginas todo el puto día?

¿Tendría una niñez dura con una madre-celadora?

¿Habrá sido un adicto a la puñeta desde el kínder?

¿Cuántas veces se ha casado?

¿Tendrá erecciones a la hora del tacto?

Eso me pregunto cada que voy a visitar a un ginecólogo. A esos doctores los evito más que a las suegras. Aunque el mío haya sido el bienhechor que ayudó a que mi hija saliera al mundo, no me fío. No me fío porque su lugar de trabajo es tan cálido que dan ganas de quedarse ahí. Y ya que una venció la barrera del pudor y está trepada con las piernas en alto, entra el singular sujeto con sus lentes bien puestos para apreciar más de cerca el panorama. Una procura no mirarlo a los ojos.

Una se hace la tonta volteando al cuadro que cuelga de la pared, o al menos eso se hacía antes de que la tecnología fuera tan sofisticada como para que te otorgara la oportunidad de verte por dentro. Sí, porque ahora la visita ginecológica te incluye un day pass a los lugares ignotos de tu propio coño. Demasiada información para un alma atribulada.

Al saber que soy escritora (y medio periodista), mi médico, que está acostumbrado a hurgar vaginas como si repartiera tickets del metro, suele hacerme preguntas poco convencionales como mi opinión sobre la depreciación del peso, sobre las elecciones que vienen y sobre el la muerte de Philip Roth (mi doctor sí lee).

Entonces la auscultación se convierte en una tertulia de lo más coloquial, tanto que hasta dan ganas que saque la cheve mientras introduce un pato metálico por el lugar donde sólo mi hombre debería poder explorar.

Sin embargo, por más atractiva que sea la charla, una nunca puede olvidar que a la derecha hay un monitor en donde se proyectan tus entrañas. No lo puedes ignorar y caes en la tentación de ver, si no es que el médico te dice que lo hagas, que voltees a admirar en qué rincón de esa lúbrica caverna habita el problema.

Y se siente una como en un documental de Nat Geo, sólo que la diferencia radica en que lo que estás viendo no es un agujero negro espacial ni una gruta Australiana, sino ese oscuro objeto del deseo que te acompaña a todos lados y que está vedado a la mirada de los morbosos.

“Sin pena”, dice el doc, “eres tú, pero por dentro”, agrega mientras saca su camarita y se retira los guantes y se levanta con la frialdad del mecánico que acaba de ponerle anticongelante al carro. Segundos más tarde, la enfermera que ha estado ahí durante todo el proceso de humillación, te invita a vestirte para después salir a sentarte frente al desconocido que te acaba de ultrajar.

Y ahí, sobre el escritorio, cuando el sádico está expidiéndote la receta, te vuelve a ultrajar, pero ahora en franca complicidad de toda la industria farmacéutica.

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