La Loca de la Familia 
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Hace exactamente un año fui a parar al MP por pasarme de copas. Venía de una reunión donde los mezcales dieron paso al bourbon y, ¡auch!, al reguetón.

Terminé junto con mis amigos de infancia metida en uno de esos antros nauseabundos en donde las chavitas le embarran groseramente el culo a los ñores que van de cacería. Yo, anestesiada por los brebajes, contemplaba la escena sin horrorizarme, pero sí con cierto morbo y rubor.

Salimos a las cuatro de la mañana, hasta que vimos terminada la botella de Jack Daniel’s, y necia como de costumbre, decidí aventurarme por la ruta oficial hacia mi casa, es decir, la ruta en la que sabía que se instalaba un retén anti alcohol.

Me fui –según yo– muy derechita y ecuánime,  y al toparme con los oficiales desafié a mi suerte y decidí no intentar burlar la ley como en tantas ocasiones, sino que en el momento cuando el oficial me pidió bajar del auto, obedecí como un cordero noble que va directo al matadero. Resultado: me treparon en la patrulla junto a otro beodo y me trasladaron por caminos oscuros e ignotos hacia el Complejo de Seguridad de San Andrés, Cholula.

Vaya que conozco bien mi pueblo, pero en esa ocasión no pude reconocer los baldíos ni los semáforos ni las entrecalles. En ese momento hablé a mi casa para pedir que alguien generoso fuera a rescatarme o por lo menos a acompañarme en el terrible trance de ser fichada y basculeada, pero el llamado fue inútil. Nadie conocido apareció y tuve que armarme de valor para hacer “amigos” allí dentro en lo que terminaban de recoger mi declaración.

Acepté todos los cargos sin repelar. Ya estando ahí, era estúpido ponerse a mentir con el clásico y pueril discurso del briago: “sólo fueron dos copitas de vino en la cena”. ¿Quién cree eso, por dios? Entonces le dije al MP que, en efecto, me había zumbado yo sola tres cuartos de botella de mezcal y dos o tres sucios Jack Daniel’s con saludable refresquito de manzana. ¡Qué pinche ternura, mamá!

Por supuesto sabía que mi pena iba a ser la misma en el primitivo caso de echar mentiras increíbles a que si decía la verdad. El caso es que me dieron dos opciones: pasar 12 horas en el bote o pagar una onerosa multa. Al principio, muy valiente, dije que me quedaría encerrada las doce horas, sin embargo, a la hora de preguntar si me dejarían convivir en la celda de los demás teporochos, el oficial me dijo que de ninguna manera. Que por ser “señorita” (ajá, ajá) me podrían en una celda aislada. Fue cuando imaginé el infierno de soportarme a mí misma durante tantas horas, y con una agravante: la cruda. Gracias, no. Saqué mi cartera y pagué la onerosa multa. Y en ese instante, por el ramalazo a mi economía, se me bajó la borrachera y hasta libré la resaca.

Lo más patético fue que salí ya de mañana. Eran como las 8:30 cuando me devolvieron mis pertenencias y fui directo a la recepción donde un prometedor refrigerador con Cocas me esperaba para aliviarme. Saqué una Coca y me la empiné de tres tragos. Al lado mío, una muchacha de aspecto Marasalvatrucha me miraba con lástima y curiosidad. La Mara se acercó al ver que yo sacaba mi cajetilla de tabacos y no esperé para ofrecerle uno. Recorrimos casi en silencio el pasillo de salida del complejo, con un sol obsceno en la cara. Evidentemente yo andaba toda emperifollada de la noche anterior, así que no dudo ni tantito que la Marita haya pensado que yo era una puta en aprietos. No me tomé la molestia en despejar esa duda. Sólo me despedí de ella con un apretón de manos, mientras ella, bastante noble, me ofrecía llevarme a casa en la camioneta de “su bato”, otro Mara que la esperaba con ansias locas para seguir la party.

Me negué al ofrecimiento y mentí. Dije que ya estaban por llegar mis familiares, ¡cosa más falsa! Tomé un Uber y, más sola que un perro apaleado, llegué a mi hogar como a eso de las 9:30.

Pero esto ya lo narré justo hace un año en una crónica encendida. Entonces, ¿para qué refritear la anécdota?

Tengo una poderosa razón para conmemorar ese fatídico suceso, ya que esa madrugada confirmé dos cosas:

  1. Nunca debes confiar en el maravilloso proceso sintético de tu hígado, ya que por más que te sientas en tus cabales, la maquinita sopladora delata tu grado de briago, aunque seas un briago profesional o te retaques de mazapán antes de soplarle (ese es un mito).
  2. Si los amigos o la pareja te dejan solo en un trauma semejante, cambia inmediato de amistades y de pareja.

Estas conclusiones son lógicas. Cualquier mujer en mi lugar hubiera armado un mega drama, sin embargo, muy en el fondo de mi alma embriagada, yo quise hacer esa prueba del ácido. Yo quise irme al bote, yo fantasee con quedarme una noche en la cárcel. ¿Para qué?

Pudo ser para victimizarme.

O pudo ser simplemente para llevarme, una vez más, al límite.

Los adictos (a cualquier cosa) somos así: nos subimos al tope de la resbaladilla, y aunque tengamos la posibilidad de frenarnos a medio camino, decidimos (no sin cierto placer macabro) dejarnos ir hasta que nuestra boca muerta el polvo.

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