Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / [email protected]
Tengo que escribir para mi columna del periódico. Hace tiempo que no lo hago. Los días se pasan uno tras otro. La última vez que miré el calendario, junio estaba por empezar.
Pienso en las cosas que me mueven y me interesan. La extinción de los tigres de Bengala, a mi parecer los animales más bellos del planeta. La muerte de un genio como Stephen Hawking y todos los misterios del universo que dejó pendientes por descubrir... Mientras decido sobre qué escribir, camino hacia la cocina, prendo la cafetera, saco una taza y una cucharita de Oaxaca. Tan pronto veo la cuchara de madera en mi mano, lo tengo. Hoy voy a escribir sobre algo crucial. Algo que me da felicidad y me regresa al presente cuando tiendo a alejarme de él: las pequeñas cosas. Las que no quiero que se me olviden, las que guardo para sacar en un día lluvioso, las que atesoro y me recuerdan lo valioso de la vida. Sí, las pequeñas cosas. Las que son como pequeñas estrellas.
Mientras el olor a café invade la cocina, recuerdo a Kevin, un amigo de mi hijo Carlos. Un muchacho bien parecido y travieso desde niño. Cuando estaba con Carlos se convertían en un dúo temible porque, por lo general, tramaban alguna trastada. Sin embargo, algo que siempre me ha gustado de él es su capacidad para sorprenderse ante los pequeños regalos de la vida.
Una mañana, después de una de sus acostumbradas parrandas, amaneció en la casa junto con mis hijos y otro muchacho. Cuando por fin salieron de la recámara, yo estaba cocinando y los invité a desayunar. Tras el primer sorbo de jugo de naranja, Kevin volteó hacia su amigo y le dijo: “El jugo es fresco”. Como nadie entendía qué tenía eso de extraordinario, agregó: “Está recién exprimido, ¿notan la diferencia?”. En otra ocasión, salieron corriendo al jardín cual manada de potros salvajes. Entonces, Kevin se paró en seco y le dijo a otro de los chicos: “¿Puedes oler eso?”. El interpelado se quedó mudo, no sabía a qué se refería. Yo, que los escuchaba, pensé que algo olía mal, tal vez a quemado, hasta que Kevin aclaró: “Huele a flores, es delicioso”. Entonces, me di cuenta de que se refería al ligero aroma que despedían las gardenias pegadas a la barda.
Me doy cuenta de que hay veces en que me pierdo la sorpresa de las pequeñas cosas. Hace un par de días, en un restaurante de moda, mientras mi mente divagaba, olí el pan que el camarero había dejado sobre la mesa. De inmediato, percibí ese olor a trigo y a consuelo que me hizo bajar a la tierra, al presente. Esos momentos efímeros (como morder un panecillo con aguacate maduro, advertir cómo mis dientes lo atraviesan, al tiempo que el fruto se me pega al paladar) son como epifanías. Me hacen recordar la magia que existe en este mundo, a cada segundo.
Me percato de que para salir de la inercia de vivir a toda prisa, es necesario un tiempo para mirar, estar y sentir. Así como para tomar conciencia de que la oportunidad y la vida se pasan. No son sempiternas… Entonces, pienso que si soy capaz de estar presente ante lo sencillo, me será más fácil entender las grandes cosas de esta vida. Lo importante.
La cucharita, hecha de madera de jacaranda, con un alebrije tallado en el mango, pintada por algún artesano y que se vende por 15 o 20 pesos en el Zócalo de Oaxaca, logra traerme de vuelta al hoy. Logra que ponga los pies en la tierra. Veo el buhito rosa adornado con pintitas de colores y aparezco en la cocina de mi casa. En el ahora.
