Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / [email protected]

Encorbatado, con sombrero negro de cowboy y rostro solemne, el presidente de Sudán del Sur manifestó: “Hemos esperado 56 años y este es un sueño hecho realidad”. La ocasión era su toma de protesta como mandatario el 9 de julio de 2011. Durante la ceremonia también quedó asentada la independencia y  el nacimiento de la nación. En su discurso, recordó con emoción a los dos millones y medio de muertos, producto de las dos guerras civiles y agregó: “Ahora tenemos en nuestras manos la responsabilidad de nuestro futuro”. Una treintena de jefes de Estado y organismos internacionales fueron testigos del acto.

La ceremonia se llevó a cabo al aire libre, en el mausoleo donde descansan los restos de uno de los héroes del nuevo país. Miles de ciudadanos presenciaron el acto y no ocultaron su emoción. Algunos rompieron en llanto cuando, entre vítores y gritos, se izó la estrenada bandera. La República de Sudán del Sur es el primer Estado surgido en el siglo XXI y el número 55 de África, de acuerdo con las Naciones Unidas.

No obstante los buenos deseos de su gobernante, las emotivas demostraciones y discursos, nada salió como se esperaba. Siete años más tarde, la violencia, la hambruna, las enfermedades  y la falta de agua potable han provocado una migración masiva. Dos millones de personas han buscado asilo en países vecinos. El 72% de las mujeres que huyen de Sudán del Sur han sido violadas por policías o soldados, a menudo por una docena de hombres a la vez y, en algunos casos, también han sufrido mutilaciones. Los atacantes suelen obligar a los hijos de las víctimas a mirar. La violencia sexual se ha utilizado como arma de guerra para aterrorizar, degradar y humillar a las mujeres y al grupo del que forma parte. Esta es la mayor  crisis de refugiados en África desde el genocidio en Ruanda en 1994.

Miles de mujeres abandonaron sus viviendas, a sus amigos y lo que conocían. Escaparon con sus hijos y un bulto de ropa bajo el brazo. Algunas dejaron atrás a sus maridos muertos o en la guerra. Una buena cantidad llevaba sus pertenencias envueltas en sábanas o milayas bordadas por ellas mismas o por algún miembro femenino de la familia. Aquellas sábanas suelen bordarse con grandes diseños florales, pájaros u otros animales. Antes, en sus viviendas, las milayas cubrían camas, colgaban en las paredes y, en algunas ocasiones, fueron parte de su dote. Para muchas de ellas, este es el único recuerdo de su hogar y de su herencia.

En los campos de refugiados, las mujeres hacen cualquier trabajo que sea necesario para sobrevivir junto con sus hijos y los niños huérfanos que han tomado bajo su cuidado. Porque, en efecto, estas mujeres no se sientan a llorar sus penas. Y su corazón es tan grande y fuerte, a pesar de lo que han vivido, que adoptan a los niños huérfanos o perdidos. Trabajan y confían en un futuro mejor.

Una de ellas empezó una colectiva para confeccionar y vender milayas. Dijo que esa labor les daba tiempo para hablar y compartir sus pensamientos, a la vez que para buscarse un ingreso. El trabajo manual sana los dolores del alma, los limpia. Estas mujeres se juntan a trabajar pero también a contar, recordar y sanar.

Mientras escribo, pienso en qué me llevaría si tuviera que salir huyendo de mi país. Qué escogería para recordar de dónde vengo.

 

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