Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Salimos de Clavijero para explorar las calles. Era el primer día del taller de Crónica con Magali Tercero. Debíamos conseguir los trastos y las refacciones para escribir una crónica como ejercicio. Graciela me dijo que no conocía Morelia, mientras enfilábamos hacia el Jardín de Las Rosas.
–De dónde vienes– le pregunté.
–De Sinaloa –dijo y me acordé que ya lo había referido poco antes en el salón del taller leyendo una crónica en voz alta de un cronista sinaloense.
Vino a Morelia exclusivamente para tomar el taller. Yo recordé de golpe a mi amigo Oscar Liera, el dramaturgo de Navolato nacido en 1948 y con quien tuvimos una muy grande amistad, pero no dije nada. Seguimos la marcha al norte por Nigromante y allí, se presentaba por sí mismo el Jardín de Las Rosas. Apareció con su acostumbrado bullicio cervecero. Hace años, ese emblemático lugar, era un rincón solitario y vinieron a la memoria, aquellas noches donde en la plenitud de las bancas, bebíamos cerveza con mis amigos aspirantes a artistas, porque era el sitio perfecto para escondernos de las patrullas. Volví a pensar en mi amigo de Sinaloa. Me pregunté si en aquel lejano 1983 –cuando nos conocimos en Morelia–, Oscar conocería el Jardín de Las Rosas. Traté de hacer memoria y deduje que sí, seguro que lo conoció, porque estuvo durante una semana con su grupo de teatro participando en la Muestra Nacional de Teatro que sucedió en Morelia.
Con Oscar nos vimos siete veces en distintos lugares entre Morelia, Ciudad de México, Jalapa y Querétaro. Nos escribimos cartas y yo le envié tres de mis obras de teatro que me corrigió con lápiz rojo y sabiduría. Cuando lo conocí, él ya había publicado Las Ubarry, una obra que se ha visto con mucha frecuencia en el país y yo lo admiraba.
Llegamos a una de las bancas del Jardín con Graciela Tapia. Nos sentamos y nuestra conversación iba de Sinaloa a Morelia, hasta que por fin pude decirle que uno de mis mejores amigos dramaturgos, era de Sinaloa y se llamaba Oscar Liera. Esperé algún gesto de asombro o alegría, por solo mencionar a uno de los iconos del teatro mexicano de la segunda mitad del siglo XX. Graciela no conocía Oscar. Lo entendí perfectamente dada su juventud, pero me preocupó que el estigma anti Liera persista en aquel Estado del norte. Oscar en vida, fue apedreado por el Gobierno de Sinaloa después que escribió y montó El jinete de la divina providencia, una obra poderosa que se presentó en varios festivales internacionales de otros países y un buen número de ciudades mexicanas, menos en el estado de Sinaloa. Estaba prohibido llevarla a escena, según supe, por orden del gobernador de aquel entonces y del cual he olvidado el nombre.
Sentados con Graciela en la banca, temí a sus preguntas sobre la ciudad, porque nunca me ha gustado ser guía de turistas. Traté de huir pero fue imposible, la curiosidad de mi nueva amiga sobre Morelia y sus sitios históricos, era grande y fue imposible escapar. Le hablé del Conservatorio y un poco de su historia. Me salvó un amigo que se detuvo a saludarme e intercambiamos algunas palabras más. Cuando éste se fue, la conversación con Graciela siguió sobre cualquier otra cosa y hablamos de la inseguridad, la muerte, el peligro de nuestro tiempo, la situación en Michoacán y Sinaloa, los muertos, los asesinos. El Jardín seguía con su oficio de ser un sitio “para no hacer nada”, como lo dijo Adriana, la joven psicologa en su crónica que escribió durante el taller.
Poco después encontramos a Lety y a Alba, también compañeras del taller y se unieron a la banca en la que estábamos Graciela y yo. La plática nos llevó al trabajo de escritura que estoy haciendo; un libro que escribo sobre historias de mujeres. Y aunque asombradas por aquellos duros relatos, llegó la hora de volver al salón de Clavijero y enfilamos por Santiago Tapia, doblamos por León Guzmán y entramos por la puerta que está en el mercado de dulces y da al estacionamiento de Clavijero.
En el empedrado por el que caminábamos, Graciela vio una frutilla “de las que comen los zanates” dijo, y Juan lo reafirmó. Yo pensé en esas hermosas aves negras. Recordé que la última obra que Oscar Liera escribió, se llama Los negros pájaros del adios; hermosa obra que vi puesta en escena con Diana Bracho. Se los dije a los compañeros del grupo que caminábamos, al que ya se habían unido mi amigo Juan García Chávez y Carmen Mireille, también miembros del taller. Pareció absurdo mi comentario sobre la obra de Liera, porque nadie supo la hondura de mi recuerdo y la evocación que persistía en mí de aquel amigo.
Antes de subir las escaleras, me regresé a fumar en el segundo patio del edificio. Luego recorrí el patio grande donde está la fuente y me alegré de haber sido amigo de Oscar Liera, quien muriera en 1991, muy temprano…
El Jardín de las Rosas, se había quedado allá, subiéndole volumen al ocio y a las promociones cerveceras. Por el lado oriente del Jardín, después de la fuente, imaginé a los artesanos de rastas, a las parejas sonrientes, el puesto de periódicos, el “Rey del brillo” como llamó Alessandro, el joven compañero del taller al bolero. Pensé en la gente que pasa y pasa por el Jardín de Las Rosas sin hacer nada.
Antes de entrar al salón de la clase donde ya estaban todos con Magali, vi por una de las ventanas del hermoso edificio de Clavijero, la tarde cayendo a trote sobre la ciudad.º
