Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Cuando se sabe el origen real de las historias literarias, siempre han sido motivo de apetencias públicas poco sanas. Estas provocan al lector a querer saber sobre aquella realidad de la que surgió. Cuando alrededor de una obra literaria circulan los chismes y esa especie de información que incita al morbo, casi siempre el público lector quiere intervenir. Como por ejemplo, el hecho de que se sepa a quién representa el personaje de la obra, basta para que la obra llegue a popularizarse más por esa razón, que por su valor literario.
Yo creo en la literatura que se nutre de la vida real y de los hombres de su tiempo. Se escribe con lo que da la vida y no hay selectividad ni moral, ni política ni de conveniencias de los bajos intereses del autor, como nos lo ha enseñado Faulkner, quien en la actualidad le extirparon falazmente la palabra “nigger” de todas sus novelas en las editoriales que regentean su herencia literaria. Y estoy seguro que el autor de Santuario no lo hubiera permitido, como tampoco le hubieran importado los críticos de este tiempo que lo han tachado de racista.
La literatura en lo general, habla de su tiempo, muestra las atrocidades de las que son capaces precisamente los hombres de su época. Expone las calamidades cometidas precisamente por estos hombres que bien pudieron haber cometido toda clase de vilezas y en muchos casos, esa es la literatura que se ha quedado navegando en el tiempo, como lo sentenció Robert Graves.
Hace algunos días, leí un relato de Juan Villoro publicado en Reforma (Un cuento moral). Lo leí porque soy lector de Juan y porque de principio, nunca me di cuenta que debajo de las piedras por las que camina el relato, hubieran sujetos reales que yo no reconocí, hasta que se hizo un escándalo en las redes que les pusieron el saco. El personaje del que habla el relato, es un escritor como los hay en todas partes, con particularidades por demás conocidas y hechas ya lugares comunes entre el mundillo literario: buscabecas, contradictorio, incongruente, trampozón, buscafama, pideapoyos, etc. Y como lo dice el relato en su línea final: Es “un hombre de su tiempo.”. En la realidad representada del relato, vi a muchos de los que sé que hacen lo que el personaje del relato, hace en su vida de escritor. Y de verdad he visto muchos. Y hasta creo que Villoro se queda corto; lo mismo sucede en otras áreas del arte en México.
Todos somos materia de la literatura y las pasiones personales del autor, poco me importan. Soy su lector y eso basta. Yo leo lo que escribe Villoro y con lo leído, veré qué es lo que hago en mi vida, pero jamás voy a ir a reclamarle, si me parece que ese personaje fue basado en alguno de mis amigos. Pero hoy, me parece que la censura ha crecido gracias a la uniformidad de criterios “políticamente correctos” que han propiciado las redes sociales y los escritores no han escapado a esa ola, donde es fácil linchar a quienes piensan distinto sobre los “héroes” que en las redes guardan un prestigio que los vuelven célebres de instante y al que no acepte “su gracia”, es motivo de un linchamiento falaz, como muchos se han visto y en donde cualquiera puede descalificar a cualquiera.
Mi primera impresión del relato de Villoro –sin saber quién estaba debajo de sus piedras–, fue de aprecio a una critica de muchos versotraficantes como los llama Luis García Montero, que viven rondando por los cuatro lados de las convocatorias de las becas y los premios. Y cuando los ganan se vuelven –como se volvió Leopoldo Ralón (personaje de Augusto Monterroso)– en escritores a fuerza de las apariencia.
Ahora recuerdo el cuento de Henry Miller “Max y los fagocitos blancos”, donde él, el propio Miller odia a Max, un personaje que le salía por cada esquina de Nueva York para pedirle dinero y al Alter Ego del Señor Miller, solo le faltó patearlo, porque lo despreciaba hasta humillarlo con un odio perfecto y no creo que alguien haya hurgado hasta dar con el verdadero Max, para defenderlo de aquella historia que Miller nos muestra, como la miseria humana inunda las ciudades hasta el fondo de las mejores alcantarillas de Manhattan.
No estoy en desacuerdo con los apoyos económicos del Estado a los artistas, porque no es el Gobierno quien los otorga, sino el pueblo que paga impuestos y como los constructores, los industriales y demás empresarios beneficiados con el erario público, los artistas tienen derecho de ser apoyados en su labor.
Lo que yo veo en el relato de Juan Villoro, es que en su argumento hay un ejemplo de la corrupción que nuestro tiempo ya parece natural. Yo no sé cuántos Charlys Girón (así se llama el protagonista del relato) haya por ahí, pero de sobra sé que hay muchos. ¿En quién está inspirado el cuento? No me importa y no sabía que alguien se lo apropiaría abiertamente acusando al autor de haberlo exhibido. Basta. No estoy ofendido con el escritor que ha escrito esta historia que me hizo ver a muchos escritores de este tiempo, como no me ofende la palabra “nigger” en la obra de Faulkner, ni me ofende el desprecio de Henry Miller por aquel hombre llamado Max en las calles de Nueva York.
Sobrevive la obra, los chismes eso son, chismes. Me quedo con el relato en el que habla de Charly Girón, un personaje que vive en la ficción de la narrativa, pero tan parecida a la realidad, que habrá un ejército de escritores poniéndose el saco y otro ejército de lectores defendiéndolos en las redes sociales, pero solo en la redes sociales.
