Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Siempre he visitado librerías y bibliotecas y he buscado libros para leerlos como una parte de mis tareas ordinarias y me gustan las maneras en las que se van conociendo autores y obras de las culturas más remotas. En las bibliotecas me gusta mirar y recorrer las estanterías como un viaje largo y paciente. En las librerías, tengo menos paciencia, pero puedo pasar horas mirando, revisando y acaso comprar un solo ejemplar perfectamente elegido.
Esas visitas son una labor de búsqueda y de encuentros con las prodigiosas fuentes que viven en los libros cuando estos son abiertos y leídos. A lo largo de mi vida de lector, la búsqueda permanente, ha sufrido muchas variaciones. Y por supuesto, hubo etapas de búsqueda libresca en las que supe que había los libros y autores, a los que no me acercaría nunca. Las razones fueron variadas, pero ahora viene a mi memoria una de las etapas (en mi juventud temprana), en que con frecuencia, me alejaba de libros que más tarde descubrí en su verdadera dimensión y supe de modo mayúsculo, mis imperdonables equivocaciones, que en su momento, aquella repulsión –a veces por el autor, a veces por el título– me alejaban de ellos de manera categórica y sin remedio.
Muchas veces ocurrió, que hubo autores de los que me resultaba imposible creer que merecían el gasto y la pena de comprar sus libros. Autores a los que me parecía imposible siquiera el hecho de asomarme a su obra, porque el desprestigio de su nombre y su obra y quizás hasta su persona, había hecho su labor en mí y las puertas para su lectura, se habían cerrado irremediablemente a mi persona. Por supuesto que fue injusto haber dejado atrás, irresponsablemente, la honradez de revisar cada autor, cada libro y cada pieza literaria que llegara a mis manos. Era un modo parcial de explorar objetivamente y de modo serio, a esos autores que se fueron quedando de lado en la creencia de que no valían la pena. Las razones fueron diversas y tenían su origen en la inmadurez impenetrable y defendida como si fuera un tesoro, y como suele suceder en los jóvenes cargados de energía, sueños y equívocos, iba con la razón por el mundo y con aquella autoridad que me daba la juventud completa (no sé por qué se sigue creyendo que la mejor época de la vida es la primera juventud, justo cuando uno vive tropezando en muchos de los pasos que se dan).
Y en algún momento de mi vida de lector, también viví esa fiebre adolescente de creer que la autoridad en la critica literaria, era uno de mis atributos juveniles en las mesas de café con mis amigos el Gordo, el Chino y el Flaco. Con ellos –incipientes escritores– lográbamos darle rostro a la literatura universal y transformábamos las complicadas teorías de critica literaria en nuevos argumentos para juzgar la literatura contemporánea y otras literaturas de épocas distintas y de las que ninguno de nosotros éramos conocedores ni mucho menos. Recuerdo que leíamos ediciones baratas y nos dábamos por satisfechos, sin observar que las traducciones por lo regular eran malas, pero aquello no importaba, porque eso sí debo reconocer, leíamos mucho y los libros que leíamos los intercambiábamos. O el Chino frecuentaba de manera sistemática las librerías y traía libros para el resto de nosotros. Nos cooperábamos y le invitábamos el café (no fumaba), pero nunca nos perdonaba las tortas de La Imperial. La generosidad del Chino, era tal, que muchas veces, él se quedaba sin ninguno de los libros con tal de regalarnos lo que no sin trabajo, lograba conseguir (nunca quise entrar en detalles en la manera de conseguir aquellas delicias para leer). Siempre que me entregó un ejemplar, lo vi alegrarse de verme con los ojos iluminados mirando el libro que me entregaba. Nunca olvido un ejemplar de Munich editores (el primer tomo de las memorias de Canetti que me regaló con sus forros verdes y la tipografía del título y la firma, amarillo canario). De inmediato leí aquel ejemplar de un autor que no conocía y que se convertiría en uno de los ejemplos mas importantes en mis sueños de escritor. Un autor que me acompaña hasta hoy día y al que he leído sin tregua. El Chino no lo conocía, pero le pareció que a mí me iba a gustar. El Chino nunca decía desconocer ninguno de los libros que llevaba en su mochila y que generosamente, nos regalaba, aunque se notaba claramente que tenía sus formulas para opinar sobre cualquier autor y cualquier novela, aunque no los conociera. Nosotros poco lo contradecíamos porque le reconocíamos su autoridad.
Con mis amigos escuché opiniones neuróticas que ahondaban en las primeras manifestaciones de frustración de mis amigos que descalificaron a tal o cual autor a vuelo de pájaro y sin conocerlo de verdad. Un día en el café mientras hablábamos de libros, recuerdo a mi amigo el Chino decir que “en realidad Shakespeare era muy malo, pero ha sido la publicidad histórica y la autorización del poder en cada época, lo que lo ha hecho popular, pero en realidad, es un autor plagado de lugares comunes y simplezas descomunales”. Lo había dicho con tanta autoridad y tan seguro de sí mismo, que de momento lo creí y me quedé pensando en la historia y el poder, en la costumbre de los poderosos de creer que también deben determinar aquello que el pueblo debe leer. Dudé de Shakespeare y la palabra de mi amigo, luchaba por volverse una verdad nueva en la que comenzara a creer, pero en una lectura más desistí de aquella lapidaria opinión de mi amigo el Chino que también era actor cómico y nunca quiso reconocerlo.
Aquellos cuatro amigos que teníamos por sede cualquier café diurno o nocturno (en realidad, el único café nocturno, era el de la Central camionera y podíamos pasar todo la noche allí sentados en los cómodos taburetes en los que nos turnábamos para dormir, leer, discutir, divertirnos con las muy bien inventadas teorías artísticas. Al Gordo, le gustaba leer en francés porque iría a Francia un día y visitaría la casa de Balzac, el Chino sería un Nihilista que comenzaría a errar por el mundo con destino a Japón y allí se detendría hasta aprender la escritura del Haiku. El Flaco nunca hablaba de sus planes futuros y era callado y desde su silencio se reía (yo siempre pensé que se burlaba). Y se lo pregunté. La rápida respuesta fue: “Me alegran sus inmadureces”. A todos nos gustaban los libros, el café, la noche y nuestro amigo esporádico, Beto el señor de la bicicleta, que un día llevó el Chino a nuestra cofradía.
